Fuego cruzado.

14 2 0
                                    

Por su parte, Samanta hacía sus propias averiguaciones. En ese momento iba por un pasillo,
sujetada por dos hombres musculosos. Abrieron una puerta. Dentro se encontraba alguien con traje, además de su pasamontañas y guantes típicos.

—Dejennos solos.

Ellos la soltaron y salieron. Cerraron la puerta. Él se acercó.

—Debés ser muy imprudente para animarte a venir acá.

—Tenía algo de prisa —sonrió cínicamente —. No podía esperar a que me llamaran.

—¿Cómo encontraste este lugar?

—Yo debería hacer las preguntas. Lo hice porque hay
traidores.

—No los habría si hicieras bien tu trabajo.

—Hago lo que me ordenan. No puedo decir lo mismo de los demás.

—¿Sabés los nombres?

—Sé de los que están muertos. Necesito que me des otros.

—Acercate —le hizo una seña y se acercó a la ventana. Ella lo siguió—. ¿Conocés ese hotel? —señaló un edificio.

—No. ¿Quién está ahí?

—Algunos de los nuestros y otros. Ya que te gusta averiguar... —sacó una tarjeta del bolsillo de su camisa y se la extendió sin mirarla —. fíjate quienes son los otros. Hay un bar en el primer piso. De vez en cuando va gente que necesita favores. No vayas sola.

Ella tomó la tarjeta. La miró.

—¿No confiás en que haga bien mi trabajo?

—Al contrario. Es que si tenés razón va a ser difícil que salgás con vida.

—Si sabés todo esto, ¿por qué no enviás a tus propios hombres?

Él giró y la observó de frente, tratando de transmitir algo a pesar de tener la cara cubierta.

—Porque quien me pasaba información era uno de los que mataste.

Más tarde Samanta y cuatro hombres se dirigieron al edificio. Un empleado les abrió la puerta. Dentro, había algunos sillones desocupados. Uno de los hombres del grupo se puso a hablar con otra empleada que estaba detrás de un mostrador. El resto subió.

Allí había una veintena de personas. La mayoría conversaba y no les prestaron atención. Ella se acercó a la barra, donde un barman lanzaba botellas mientras les
preparaba un trago a una pareja. Cuando terminó, ella pidió el suyo.

—¿Querés algo más?

—Tragos no. Pero estoy buscando a alguien que haga
ciertos trabajos.

—Hay varias personas —miró a un hombre que estaba solo—. ¿Podés ser más específica?

—Creo que ya encontré lo que busco —dijo ella, mirando a otro que estaba cerca—. Gracias.

Observó a dos de los hombres que llegaron con ella. Ellos se acercaron. Otro se quedó cerca de la puerta, junto con el restante, que había subido después de ellos. Samanta y sus dos acompañantes se dirigieron a quien ella había mirado. Era el hombre de la casa del bosque.
Ella había visto sus fotos. Estaba acompañado.

—Buenas noches —levantaron la vista—. Quería hablar con usted. No sé si ambos son parte de lo mismo.

—Yo no lo conozco —dijo el otro—. Solo quería arreglar
un asunto.

—¿Sabe que trabaja para el enemigo?

Él no respondió. El otro se incorporó. Sacó de su bolsillo un anillo y se lo colocó. Su compañero hizo lo mismo.

—Yo solo cumplo órdenes. La verdadera pregunta, Samanta, es quiénes son los enemigos. ¡Que las alas se eleven!

Se hizo un silencio. Varios hicieron lo mismo. Las personas que los rodeaban se miraban unas a otras. La pareja empezó a acercarse a la puerta. El resto también se puso de pie. Samanta y su grupo fueron los primeros en buscar sus armas, ella lanzándole su vaso al
acompañante.

Empezaron los disparos cruzados. La pareja y otras
personas se pusieron a resguardo. Samanta pateó al
hombre del bosque mientras sacaba su pistola. Él cayó.
Su acompañante hizo lo mismo con ella, derribando además la mesa. Atacó a uno del grupo. El otro le disparó. Este a su vez recibió disparos de otro, que fue
abatido por uno de los que estaban en la puerta.

Samanta se arrastraba por el suelo, mientras el barman mataba a su otro compañero. Luego él empezó a hacer buches con bebidas alcohólicas y a lanzar fuego con ayuda de un fósforo. Quemó algunas mesas. Los que estaban en la puerta, que se habían acercado, le
dispararon a él y a varias botellas, haciendo que se incendie la barra. El hombre del bosque les disparó a los dos y Samanta hizo lo mismo con él por la espalda. Cayó de frente. Ella pateó sus armas, lo dio vuelta y le apuntó.

—Hablame de tus jefes. Dónde los encuentro y sus nombres.

No respondió. Se escuchó un aplauso lento y sarcástico. Levantó la vista. Se puso de pie, sin dejar de apuntar. Delante de ella, el empleado que les abrió tenía sujeta a la chica del mostrador. Sostenía una espada
sobre su cuello y también llevaba el anillo. Detrás estaba
Leonardo Paredes, el antiguo guía del campamento. Usaba la capa violeta oscura y tenía su espada en su cinturón.

—Bajá el arma o la matamos.

—¿Cómo sé que no está con ustedes?

—No lo sabés. Podés arriesgar —dijo mientras caminaba—. Pero te podíamos haber matado desde el principio.

Ella bajó el arma.

—¿Y por qué hacer todo este desastre? Tantas muertes, incluidos tus hombres.

—Todos serían los hombres del maestro. Vos, Mario, Jonnie, Darío, Noelia... Aunque renegués de ello, servís a
nuestros propósitos. Pero no hay lugar para todos. Solo para los más fuertes.

—Yo voy a matarlos a todos. No voy a cooperar con ustedes.

—Estás haciendo las dos cosas —indicó al hombre del suelo, que parecía no reaccionar. Se observaron un momento. Luego él miró el fuego que se estaba creando en un rincón—. Veo que te adelantaste a mi trabajo.
Tengo que incendiar el edificio. Estamos en la zona y el horario en el que Mario Saltiva trabaja. Eso va a generar su captura, y varias muertes más, como daño colateral. La otra opción es unirte a nosotros. Es la única forma de que cumplas tus propósitos. Una vez que nuestra hazaña sea realizada y todos vean nuestro potencial, las vidas de los miembros importarán poco. Tengo tiempo. Vos no. Si no decidís, el edificio se va a incendiar de todas formas.

Se retiró lentamente. Samanta y los empleados se miraron, atentos a cualquier movimiento. Ella levantó el arma. El acercó más la espada.

—Mario no los mataría. Prefiero encargarme yo. Pero
no creo que cooperen. Soltala.
Él no lo hizo. Samanta le disparó. Él cayó hacia atrás.
La espada lo hizo hacia adelante. La chica se asustó. Se
agachó a revisarlo.

—Lo mataste —le recriminó.

—Había que hacerlo.

Se dirigió a la puerta, con intención de seguir a Leonardo. La chica agarró la espada, furiosa, y la siguió. Lanzó un golpe descendiente, que Samanta logró esquivar, retrocediendo. Continuó con otro horizontal. Samanta se agachó. Luego la pateó, haciéndola caer hacia el pasillo.

—Salvé tu vida. No me obligués a matarte.

—Estoy dispuesta. Crédula.

Se abrió la ropa, mostrando explosivos. Samanta quedó en shock un momento, mientras ella sacaba un detonador. Alcanzó a correr unos pasos cuando la explosión la lanzó cerca de las llamas, quedando inerte.

La llama interior. La secta del dragón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora