Me plantee subirme a un árbol, para enterarme de una vez por todas que me seguía. Pero era como si no tuviera control de mi cuerpo. Era como si solo fuera una espectadora.
No quería admitirlo, pero el sudor frío que corría por mi cuerpo resbalaba en pequeñas gotas mezclándose con la sangre de mis rasguños de la cara no era de calor o del ejercicio de correr. Eran de miedo, pánico. El corazón que hacía su máximo esfuerzo por salírseme del pecho me lo confirmaba.
Me detuve para respirar un poco, pero mis piernas temblaban y en menos de un minuto resulté arrodillada en el suelo. Cubrí el rostro que había sido víctima de mis afanes y ramas que se me habían atravesado en el camino. Lloré. Y luego miré la luna llena a la par que escuchaba el aullido de un lobo.
Recogí mi enorme falda, levantándome y retomando mi huida. Sabía que venían hacía mí.