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La mañana era cálida en aquel vecindario. Los pájaros cantaban al unísono, las hojas decoraban el suelo de las calles, con aquel marrón insípido que les quedaba por las noches de otoño. Los niños corrían de un lado al otro y ella se mecía con cariño en aquel columpio, columpio que su padre le había construido hace bastante tiempo, antes de que pudiera musitar su último adiós.

Sus cabellos negros le hacían molestia en el rostro perturbando sus ojitos y haciendo que su vista dejara de apreciar el hermoso patio trasero de su casa, que especialmente en otoño solía tener aquel aspecto sombrío que a ella tanto le encantaba.

Sus mejillas estaban sonrojadas y su respiración agitada, quizás el columpio le había robado toda aquella energía que guardaba en su pecho, su joven e impoluto pecho. Sus labios que ahora tenían un rojo carmesí fueron apretados al escuchar cómo la puerta del patio se abría dándole un pequeño susto y sacándola de sus pensamientos.

-Hora de almorzar. – Anunciaba la mujer que en aquel momento no tenía rostro, sólo una suave y melodiosa voz.

Ella sólo asintió, restándole importancia al aviso de aquella mujer. Se encontraba tan dentro de su mundo, tan encerrada en sus caprichos que olvidó que el frio podía ser malo para su salud, y más si sólo tenía aquel suéter rojo que una vez le había obsequiado su querido abuelo. Al detener el columpio se dio cuenta que las hojas cubrían tanto el césped de aquel patio que se había formado una especie de alfombra debajo de sus piecitos, dando alusión a una delgada capa que pronto se desvanecería y que haría que ella cayese en un enorme hoyo negro.

Sacudió la cabeza al notar que se había quedado soñando despierta mientras miraba hacía sus botas de lluvia color amarillo, un amarillo tan intenso como el del mismísimo sol, pero que le contrastaba perfectamente bien con las prendas que llevaba en aquel momento, su jean desgastado, su blusa de tiras color turquesa y el viejo suéter del abuelo.

En cuanto quiso poner los pies en marcha para entrar a comer, notó cómo las voces de unos extraños provenían de aquella casa a la cual siempre se había sentido atraída, aquella casa tan vieja, misteriosa y que siempre había estado allí para ella ilusionándola, haciéndola pensar que algún día esa casa sería para ella, para que pudiese llenarla de todos los objetos que ella quisiese, que podía pintarla de todos los colores que a ella le encantaban, allí, dónde ella podía dejar de ocultar su verdadera yo.

-El patio me fascina. – Una voz masculina e inquietante la hizo temblar levemente.

La curiosidad la removió por completo, era una chica muy entrometida algunas veces, en lo personal no le gustaba mucho aquello pero, era su casa favorita, tenía derecho a saber qué ocurría y por qué esos impostores se atrevían a colocar un pie dentro de su castillo soñado.

Hizo un esfuerzo enorme por no hacer que sus pisadas atrajeran la atención de los desconocidos. Se asomo por los pequeños orificios de la cerca que separaban las propiedades. Al principio le costó mucho saber quién era qué, pero al poner detenida atención notó que había tres hombres allí; Uno de piel morena que tenía el cabello lacio y le llegaba justo a los hombros, otro de piel blanca sonrosada que tenía el cabello crispado y a duras penas podía notar que llevaba unas pecas demasiado tiernas en aquel rostro que le era tan difícil de describir.

Qué molestos, pensó de manera caprichosa en aquel momento.

Pero entonces se topó con el tercero, el dueño de aquella voz tan profunda, a duras penas pudo identificar su rostro, sólo se fijo en aquellos brazos, aquella espalda, y su silueta. Era la silueta más masculina que jamás había visto, le secó los labios al instante y por algún motivo su estomago hizo algo que ella no pudo identificar.

|Mi vecino.|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora