9.

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Su piel era ardiente como la lava, le quemaba lentamente cada que tenía contacto con ella. Parecía de hielo, parecía de aire y aun así se sentía como carbón al fuego vivo y le derretía, le derretía hasta la médula e incendiaba sus sentidos, dejándolos completamente inútiles. Su ojos como el mercurio le incitaban a más, le dejaban sin aliento y le hipnotizaban cual veela, haciéndole desear más, más, más. Aquel mar de plata le arrastraba hasta las profundidades de lo desconocido, un mundo que jamás había pisado y que se sentía tan familiar como correcto. Sus rosados labios le embriagaban y le envenenaban en cada beso, en cada lamida y mordida sobre su cuerpo. Aquella dulce miel de lo prohibido, de la pasión y la lujuria lo invadían a paso rápido y le hacían olvidarse de su propio nombre, lo hacían olvidarse de quien era, todo en lo que podía pensar era en aquel hombre bajo su cuerpo. Sus rubios cabellos, tersos como la seda, seda con olor a sexo y sudor, el mejor olor que hubiese jamás probado, olor a Draco Malfoy combinado con sexo, sudor y su propia esencia, era como la fórmula perfecta para un filtro de amor, poderoso como la entrega sin frenesí que estaban llevando a cabo.

Entre besos furiosos, jadeos y respiraciones agitadas Harry Potter recorría el cuerpo de Malfoy con sus enormes manos morenas. Lo acariciaba con sensualidad y rudeza que se antojaba meramente erótica. Lamía cada parte del cuerpo ajeno en cada oportunidad que se le presentaba, sintiendo escalofríos cada que probaba aquel sabor que rápidamente se había convertido en su favorito, Draco era dulce y salado a la vez, era un demonio en el cuerpo de un ángel.

El rubio enredaba sus delgados y largos dedos en la cabellera de su acompañante y tiraba de ellos delicadamente mientras se deshacía bajo su tacto, un tacto firme y rígido pero tan placentero que no podía dejar de soltar expresiones sexuales que hubiesen rayado en lo vulgar si no se tratase de él. Y Harry amaba aquellos sonidos, amaba saber lo que era capaz de causar en el cuerpo de la persona que más había deseado a sus veintitrés años de vida. Había esperado tanto, tanto y ahora que lo tenía no podía parar ni para tomar aire.

Lamió el glande del aristócrata saboreándolo como a un caramelo, lo recorría con su lengua, pasando primeramente por los testículos, luego la base, el mástil y finalmente la punta, una y otra y otra vez, llenándose de esas sensaciones completamente nuevas, de aquellas nuevas emociones que no quería dejar de experimentar nunca, quería quedarse en la cama de aquel departamento desconocido para siempre, enredándose en el cuerpo del hombre más sensual que hubiese visto nunca, enredándose en el cuerpo de Draco.

Finalmente metió en su boca el enorme y rosado miembro de su acompañante, saboreándolo por completo, abusando de sus papilas gustativas y de su garganta. Sabía que era momento de hacerlo por la manera en la que el rubio lo había empujado hacia su erección, porque Draco no rogaba por más, Draco no pedía, Draco exigía, demandaba y ordenaba silenciosamente, únicamente a base de gruñidos, de empujoncitos y jadeos entrecortados. Y Harry obedecía cual sirviente, sin respingar, sin cuestionar, era su esclavo y lo amaba como jamás había amado tanto algo.

La sensación de estar siendo esclavizado por alguien no le molestaba, ya hacía tiempo que con Malfoy, su voluntad era doblegada una y otra vez, que su sentido común escapaba por los mismos poros por los que sudaba en ese momento. Y no podía ni quería resistirse, por que dejarse llevar por aquella marea de apellido Malfoy era mucho más fácil y placentera.

Sintió un tirón en su cabello, ordenándole que se detuviera y el obedeció de inmediato, deteniendo sus succiones y lamidas. Miró el rostro de su acompañante, aquellos rosados labios sonreían con suficiencia y picardía, los grises ojos lo devoraban como una serpiente a su presa.

Quiero follarte —Le dijo en párcel sin apartar sus verdes orbes de los plata. —Quiero hacerte mío ahora.

Por supuesto que Malfoy no podía entender lo que le decía, pero había podido interpretar la urgencia en su tono de voz, el deseo y la depravación sexual, por lo que únicamente sonrió ampliamente, sintiéndose sobreexcitado al escuchar al auror de aquella manera, de repente el párcel había dejado de ser escalofriante para él y se había convertido en una nueva arma de poder sexual, en un afrodisiaco recién descubierto.

El arte del engaño y la seducción.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora