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  Estar adentro de aquel calabozo era un infierno, Diddier no soportaba el inmenso frío que se penetraba en todo su cuerpo provocando el castañeo de sus dientes, sus dolorosos moretones en su cuerpo parecían hacerse cada vez más fuertes estaba solo en aquella fría y oscura habitación, la herida de su brazo estaba sangrando; pues no encontró nada para poder contener la sangre que rodaba por su brazo, no le quedo otra elección que desgarrar su camisa y amarrarse la herida.

  La impotencia de poder salir de ese lugar lo atormentaba cada vez más, muchas lágrimas rodaban por sus mejillas.

  Recordaba los buenos momentos con su familia y con su gente querida, se movía de un lado a otro, pues el dolor en todo su cuerpo no lo dejaba estar en paz. La herida de aquel brazo le comenzó a doler con más fervor, no soportó más aquel dolor y comenzó a quejarse.

  —¡Ay ay!

  Sus quejidos se fueron haciendo cada vez más fuertes hasta que de pronto una voz suave y bella como la de una princesa se escuchó desde el otro lado de la pared y preguntó:

  —Disculpa ¿te pasa algo?

  —¡Wow! ¿Quien eres tú?

  —Me llamo Heysel.

  —Ah, ya ¿tu eres, eres la, la chica que castigaron?

  —Así es supongo que ya sabes por que fue, y a ti ¿por que te castigaron?

  —Luego te cuento, ¿no crees que puedes venir? ¿Por favor?

  —¿Crees que pueda entrar?

  —No lo se, al menos intentalo.

  —Lo intentaré.

  Diddier estaba sentado recostado a la pared y Heysel estaba del otro lado del calabozo.

  Heysel caminó hasta la puerta y para su suerte la puerta estaba abierta, abrió la puerta y entró.

  Al verla, Diddier se llenó de emoción, nunca había visto a una chica tan bella, con unos ojos azules, un radiante y liso cabello rubio, una boca tan bonita y un cutis tan lindo y una mujer como Heysel.

  —¡Hola!

  —!Hola!, tu eres...

  —Diddier y gracias por venir.

  —Gracias a que la puerta estaba abierta, pero mira que animales son estos imbéciles —murmuró- que grosería la que te han hecho.

  Diddier casi ni sentía el dolor, la belleza de Heysel lo tenía estupefacto y no dejaba de verla
fijamente a sus hermosos ojos.

  Ambos se sentían en compañía.

  Diddier le contó todo lo sucedido y ella muy atentamente lo escuchó.

  —Siento mucho lo que te ha pasado, pero es más difícil lo que me apasado a mí.

  —A ti te han hecho algo grave aquí.

  Muchas lágrimas rodaron por las mejillas sonrosadas de Heysel, luego secándose las lágrimas continuó:

—Tú no tienes idea de lo que me hacen a mí —gimoteó y sus lágrimas rodaron de nuevo cada vez más y más—. A mí me secuestraron desde los catorce años y....

  Heysel no pudo seguir hablando más, su llanto no se lo permitió.

  —No te preocupes, desahoga todo lo que tienes, y no tengas penas, dime todo lo que te han hecho.

  Diddier abrazó a Heysel y ella se recostó en su hombro.

  —Ellos a mi me han explotado mi cuerpo, me violan desde mis catorce años y ayer lo hizo aquel viejo gordo que le dicen Chicho ese es un cerdo, él me ha obligado a hacer cosas.

El Amuleto MágicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora