Piel de Asno

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El rey Frank - apodado Cheech por sus seres más cercanos - era muy famoso, amado por su pueblo y respetado por sus vecinos.

Muchos podrían asegurar que era el más feliz de los monarcas. Su dicha se confirmaba aun más por la elección de una princesa de lo más bella y virtuosa.

Linda era su nombre, y de su casto himeneo nació un hijo dotado de encantos y virtudes tales que no se lamentaban de tan corta descendencia.

La magnificencia, el buen gusto y la abundancia reinaban en su palacio.

Los ministros eran hábiles y prudentes; los cortesanos virtuosos y leales, los servidores fieles y laboriosos. Sus caballerizas eran grandes y llenas de los más hermosos caballos del mundo, ricamente enjaezados.

Pero lo que asombraba a los visitantes que acudían a admirar estas hermosas cuadras, era que en el sitio más destacado un señor asno exhibía sus grandes y largas orejas. Y no era por capricho sino con razón que el rey le había reservado un lugar especial y destacado.

Las virtudes de este extraño animal merecían semejante distinción, pues la naturaleza lo había formado de modo tan extraordinario que su pesebre, en vez de suciedades, se cubría cada mañana con hermosos escudos y piedras preciosas de todos tamaños, que eran recogidos a su despertar.

Pues bien, como las vicisitudes de la vida alcanzan tanto a los reyes como a los súbditos, y como siempre los bienes están mezclados con algunos males, el cielo permitió que Linda fuese aquejada repentinamente de una penosa enfermedad para la cual, pese a la ciencia y a la habilidad de los médicos, no se pudo encontrar remedio.

La desolación fue general. Cheech, sensible y enamorado a pesar del famoso proverbio que dice que el matrimonio es la tumba del amor, sufría sin alivio, hacía encendidos votos a todos los templos de su reino, ofrecía su vida a cambio de la de su esposa tan querida; pero los dioses eran invocados en vano.

Linda, sintiendo que se acercaba su última hora, dijo a su esposo que estaba deshecho en llanto:

-Permíteme, antes de morir, que te exija una cosa, si quisieras volver a casarte…

A estas palabras el rey, con quejas lastimosas, tomó las manos de su mujer, las bañó de lágrimas, y asegurándole que estaba de más hablarle de un segundo matrimonio:

-No, no -dijo por fin- mí amada Linda, háblame más bien de seguirte.

-El Estado -repuso la reina con una firmeza que aumentaba las lamentaciones de este príncipe-, el Estado exigirá que tengas con quien reinar; más te ruego, por todo el amor que me has tenido, no ceder a los apremios de tus súbditos sino hasta que encuentres una princesa o príncipe más bello y mejor que yo. Quiero tu promesa, y entonces moriré contenta.

Es de presumir que Linda, que no carecía de amor propio, había exigido esta promesa convencida de que nadie en el mundo podía igualarla, y se aseguraba de este modo que el rey jamás volviera a casarse.

Finalmente, ella murió.

Nunca un marido hizo tanto alarde: llorar, sollozar día y noche, menudo derecho que otorga la viudez, fue su única ocupación.

Los grandes dolores son efímeros. Además, los consejeros del Estado se reunieron y en conjunto fueron a pedirle al rey que volviera a casarse.

Esta proposición le pareció dura y le hizo derramar nuevas lágrimas. Invocó la promesa hecha a la reina, y los desafió a todos a encontrar a alguien más hermoso y más perfecto que su difunta esposa, pensando que aquello era imposible.

Pero el consejo consideró tal promesa como una bagatela, y opinó que poco importaba la belleza, con tal que se tuviera todas las cualidades necesarias para reinar. Además ya poseía un heredero, el pequeño príncipe Frank. Lo más factible era que no saliera de su reino para evitar guerras y disturbios. Cheech, movido por estas consideraciones, prometió que lo pensaría.

Los cuentos del FrerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora