El ahijado de la Muerte

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Un hombre muy pobre necesitaba trabajar día y noche para poder alimentarse. Resultó que en unos meses su mujer quedó embarazada y cuando el pequeño varón nació, él no sabía qué hacer para sostener a su familia.

Su hijo fue llamado Gerard, con un cabello oscuro cual noche y una piel tan pálida y suave que se asemejaba a la porcelana. El padre de familia corrió por la carretera para pedirle al primero que viera que fuese el padrino de su pequeño, pues este no merecía una vida tan precaria y llena de sufrimiento.

Al primero que encontró, fue a Dios. Él sabía ya lo que angustiaba al hombre y le dijo:

-Pobre hombre, me das pena. Yo seré el padrino, cuidaré de él y lo haré feliz en la tierra.

-¿Quién eres tú? – preguntó.

-Soy Dios.

-Pues no te quiero como padrino de mi hijo. Tú das cada vez más a los ricos y dejas que los pobres e mueran de hambre. De otro modo, no buscaría a quien pueda sostener a Gerard.

Por tanto, se alejó del Señor y prosiguió su camino. Entonces, se le acercó el diablo y dijo:

-¿Qué buscas? Si me quieres de padrino de tu hijo, le daré oro en abundancia y todos los placeres del mundo.

-¿Quién eres tú? – preguntó.

-Yo soy el demonio.

-Entonces no te quiero como padrino de mi hijo. Tú engañas y corrompes a los hombres, no tocarás a mi pequeño.

Siguió andando, y en esto llegó la enjuta muerte que avanzó hasta él y dijo:

-¿Me quieres como padrino para tu hijo?

-¿Quién eres tú?

-Yo soy la Muerte, que tiene a todos por igual.

-Tú eres la persona indicada. Te llevas tanto a ricos como pobres sin hacer diferencias. Tú serás el padrino de Gerard.

-Yo haré a tu hijo rico y famoso, pues a aquel que me toma como amigo no le falta de nada – respondió la Muerte.

-El próximo domingo es el bautizo, así que procura llegar a tiempo.

Luego de esa plática, el alma del hombre encontró sosiego, su pequeño hijo no viviría las mismas carencias que él y su mujer.

La Muerte apareció como había prometido, y fue una buena madrina. Cuando Gerard creció, se le apareció y le hizo ir con él. Lo llevó al bosque, le enseñó una hierba que allí crecía y dijo:

-Ahora recibirás tu regalo de ahijado. Yo te haré un médico famoso. Cuando te llamen a ver un enfermo, yo estaré allí cada vez; si estoy a la cabeza del enfermo, puedes hablar con audacia y decir que quieres curarlo, le das esta hierba y él sanará. Pero si estoy a los pies del enfermo, entonces me pertenece y tienes que decir que toda ayuda es inútil y que no lo puede salvar ningún médico en el mundo.

No transcurrió demasiado tiempo para que el joven se convirtiera en el médico más famoso del mundo. “No le hace falta más que ver al enfermo y ya sabe cómo está la cosa, si sanará o morirá”, se decía de él. Y de todos los lugares llegaba gente, le llevaban enfermos y le daban tanto oro que pronto fue un hombre rico.

Entonces sucedió que su madre enfermó. Gerard fue avisado y corrió a verla. Cuando llegó junto a la cama, la muerte estaba a los pies, y para la enferma no había hierba alguna que sirviera para sanarle.

“Si pudiera engañar por una vez a la Muerte” – pensó el médico – estoy seguro de que no lo tomará mal, ya que soy su ahijado y esta es mi  madre. Lo intentaré”

Tomó a su madre y la colocó al revés, de manera que la Muerte pasó a estar a la cabeza. Luego le dio la hierba y la mujer se recuperó. Gerard la abrazó.

La Muerte, sin embargo, fue a ver al médico, llevaba cara larga y de pocos amigos y, amenazándole con el dedo, dijo:

-Te has burlado de mí; por ahora te lo pasaré, porque eres mi ahijado, pero si te atreves otra vez, te agarraré por el cuello y te llevaré conmigo.

Poco después, cayó gravemente enfermo el hijo del rey. Era su único hijo, él lloraba día y noche, tanto que se le cegaron los ojos e hizo saber públicamente que quien lo salvara de la muerte se convertiría en su marido y heredaría la corona.

Gerard fue movido por su profesión, pero cuando llegó a la cama del enfermo, se encontró con un pequeño que le robó el aliento. Quien había dicho que el príncipe Frank era hermoso, no había acertado, porque cualquier palabra carecía de valor ante tanta belleza.

Se paralizó al ver a la Muerte a los pies de la cama.

Hubiera debido acordarse de la advertencia de su madrina, pero el impulso de su amor por Frank removió cada partícula de su cuerpo y la felicidad de ser su futuro marido le trastornó tanto que hizo caso omiso de sus pensamientos.

No vio que la Muerte le lanzaba miradas furibundas, levantando la mano hacia arriba y amenazándole con el puño flaco; levantó al enfermo y le colocó la cabeza donde había tenido los pies. Le dio la hierba y pronto se colorearon sus mejillas y la vida volvió de nuevo.

Gerard vio el hermoso avellana en los ojos del príncipe Frank y su corazón se removió en su interior. Nunca había sentido algo así y no quería separarse él.

Entonces el príncipe sonrió y el médico supo que era correspondido; con un impulso abrasador, lo estrechó en sus brazos. Pero mientras Frank iba junto a su padre, la Muerte se dirigió con grandes pasos hacia Gerard y dijo:

-Estás perdido, ¡ahora te toca a ti!

Le cogió con su mano helada de forma tan fuerte que no pudo oponer resistencia y le llevó a una cueva subterránea. Entonces, vio cómo ardían miles y miles de luces en hileras interminables a la vista, unas grandes, otras medianas, otras pequeñas. Cada minuto se apagaban algunas y otras volvían a arder, de tal manera que las llamitas constantemente cambiantes parecían saltar de un lado a otro.

-¿Ves? -dijo la Muerte-. Estas son las luces de la vida de los hombres. Las grandes son de los niños, las medianas pertenecen a matrimonios en sus mejores años, las pequeñas pertenecen a los ancianos. Pero también, a menudo, niños y jóvenes tienen una pequeña luz. Como la de Frank.

Pero al verla, la luz no era tan pequeña. Gerard suspiró en alivio, no perdería al único amor que poseía y con quien compartiría toda su vida.

-Muéstrame la luz de mi vida -dijo el médico.

Pero la muerte señaló un pequeño cabito que amenazaba con apagarse y dijo:

-¿Ves? Esa es – Gerard se horrorizó.

-¡Padrino! -dijo el médico asustado-. Enciéndeme una nueva, hazlo por mí, para que pueda gozar de mi vida junto a Frank, no puedo dejarle. No cuando él también me ama.

-Yo no puedo -contestó la Muerte-. Antes tiene que apagarse una para que prenda una nueva.

-Entonces…

-Diste tu vida a cambio de la de Frank y por tu desobediencia ya no podrás estar con él jamás.

-¡Padrino! ¡No! POR FAVOR – suplica lleno de lágrimas, no quería irse y dejar a Frank, le amaba como a nadie – coloca la antigua sobre una nueva, para que arda rápidamente cuando aquella se acabe ¡Debo volver con Frank!

La muerte hizo como si quisiera cumplir su deseo; acercó una gran luz, pero como quería vengarse, intencionadamente se equivocó al colocarla y el cabito se cayó y se apagó. Rápidamente Gerard se desplomó y fue a parar a los brazos de la muerte.

Y en el reino todos podían ver a un enamorado y feliz príncipe, buscando el traje ideal para usar en la boda junto al amor de su vida.

Boda que nunca llegaría a concretarse…

Pero…

¿Cómo el príncipe podría saberlo?

Los cuentos del FrerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora