Hacía mucho frío.
Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año.
Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle un pobre niño de seis años llamado Frank, descalzo y con la cabeza descubierta. Era menudo, bajito para su edad; sus cabellos eran oscuros, su piel pálida y sus ojos de un precioso avellana.
Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero no le sirvieron de nada. Eran unas zapatillas que su padre había llevado últimamente, y al pequeño le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad.
Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un hombre andrajoso, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos. Y así el pobre Frank andaba descalzo con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío.
En uno de los bolsillos de sus desgastados pantalones llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvía a su casa hambriento y medio helado; parecía tan abatido… y los copos de nieve caían sobre su cabello.
En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecho un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío lo iba invadiendo y su ropa era tan delgada… por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo.
Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas.
Frank tenía las manitas casi agarrotadas de frío. ¡Un fósforo lo aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos!
Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa.
Le pareció al niño que estaba sentado junto a una gran estufa de hierro y el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! Frank alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y él se quedó sentado, con el resto de la consumida cerilla en la mano.
Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y el niño pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia al pobre niño. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared.
El pequeño Frank encendió una tercera cerilla, y se encontró sentado debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales de la casa de una familia adinerada.
Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. Frank levantó los dos bracitos... y entonces se apagó el fósforo.
Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y él se dio cuenta de que eran las resplandecientes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego.
«Alguien se está muriendo» - pensó el niño, pues su amigo Gerard, la única persona que lo había querido, pero que había muerto el año anterior por las heladas, le había dicho:
- Cuando una estrella cae, un alma se eleva para encontrarse con sus seres más queridos.
Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció el pequeño Gerard de ocho años, sonriendo dulcemente, mientras esa luz tan característica de sus ojos verdes brillaba con intensidad. Frank amaba aquellos ojos… así como el cabello oscuro cual noche y las mejillas sonrosadas que poseía.
- ¡Gee! -exclamó el pequeño -. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo. No me dejes otra vez.
Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanoso de no perder a ese niño que tanto lo había querido; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día.
Gerard nunca había sido tan hermoso ante los ojos de su amigo…
Tomó a Frank del brazo y, envueltos los dos en un gran resplandor, abrazados y sonrientes, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que el pequeño de ojos avellana sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaba en una mansión, en la que su querido Gerard lo había esperado todo ese año.
Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió al pequeño, rojas las mejillas y la boca sonriente...
Muerto, muerto de frío en la última noche del Año Viejo.
La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetito que parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su amado Gerard, había subido a la gloria del Año Nuevo.
Espero les haya gustado... Es un final "feliz".
Atte. Alex 👻💀
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Los cuentos del Frerard
أدب الهواةSupongo que conocen los cuentos catalogados como infantiles ¿No? ¿Qué tiene -en este caso - un chico con cola de pez? ¿Otro que va a un baile para escapar de su servidumbre? ¿Intentar escapar de el lobo que quiere comerte a ti y a tu abuela? ¿Herma...