La Sirenita

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En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio, en el cual habitaba el Rey del Mar, Donald, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijos, cinco bellísimos y hermosos tritones llamados Mikey, Ray, Gerard, Jared y Bob.

Gerard, el más joven, además de ser el más bello con su cabello rojo brillante, poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharlo, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, las medusas al oírlo dejaban de flotar.

El pequeño tritón casi siempre estaba cantando, se le veía nadando por los alrededores del palacio entonando hermosas canciones, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las profundas aguas.

- ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y oler el perfume de las flores!

- Todavía eres demasiado joven – respondió su abuela Elena – dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey Donald te dará permiso para subir a la superficie como a tus hermanos.

El joven Gerard soñaba con ir al mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanos, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que estos iban a la superficie. En este tiempo, mientras esperaba poder ir a conocer ese mundo que tanto llamaba su atención, se ocupaba de su jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacina compañía y los delfines se le acercaban para jugar; únicamente las estrellas de mar, esas quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el esperado cumpleaños en que Gerard podría ir a la superficie y, durante toda la noche, no consiguió dormir. A la mañana siguiente, el rey Donald lo llamó y, al acariciarle sus rojos y largos cabellos, vio esculpida en su hombro una bellísima flor.

- Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo, pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, solo podemos admirarlo. Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. Solo te traerán desgracias. Por favor, recuérdalo Gerard.

Apenas el rey Donald dejó de hablar, Gerard le dio un beso y se dirigió a la superficie a toda prisa. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces podían darle alcance. De repente emergió del agua ¡que fascinante! Veía por primera vez el azul del cielo y las primeras estrellas que centelleaban al anochecer. El sol, que se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un destello dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de Gerard y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida.

- ¡Que hermoso es todo! – exclamó el pelirrojo dando pequeños aplausos.

Pero su asombro y admiración no dejaba de aumentar, una nave se acercaba al lugar en que estaba Gerard. Los marinos echaron el anca y la nave se detuvo, balanceándose en la superficie del calmado mar. Gerard escuchaba sus voces y comentarios.

¡Cómo me gustaría hablar con ellos! – pensó.

Pero al decirlo, su vista bajó a la larga y bella cola que tenía en lugar de piernas y se sintió abatido.

Jamás seré como ellos.

A bordo parecía muy animados y así la noche se llenó de vítores: ¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años! El pequeño Gerard, atónito y extasiado, había descubierto al joven por el cual se hacía semejante celebración. De estatura media, bronceado por el sol, de porte real, sonreía ampliamente. Gerard no podía dejar de mirarlo, en especial cuando puso sus ojos en los avellana del contrario. Una extraña sensación de alegría y sufrimiento lo invadió, nunca había sentido algo así. Su corazón se oprimió.

Los cuentos del FrerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora