Pan de ayer

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Las cosas a la anciana le habrían podido ir mejor si su marido no hubiese muerto hace ya más de 15 años, dejándola sola en aquella casucha de muros de piedra y techo de paja. Donde las goteras afloraraban los días de lluvia y el viento que bajaba de las montañas se colaba entre las grietas de las paredes.

Desde luego, también ayudaría que la anciana no se levantase todos los días, fuese invierno o verano, a las cinco de la mañana para moler trigo con rudimentarias herramientas. Para luego pasar el resto del alba amasando la masa que después metería en el horno.

Otra cosa que también habría podido venir bien, es que la mujer no tuviese que subir, o casi más bien escalar, la montaña donde, en su cima, se situaba el pequeño santuario en el cual ella hacía sus ofrendas. Lugar al que se llegaba por caminos casi intransitables por el tiempo y la falta de uso más allá del que le daba la anciana. Lo cual no evitaba que cada vez más obstáculos, como árboles que se desplomaban o rocas que cortaban el camino, surgiesen cada pocos metros.

El que la anciana no lo hiciese cargada con un enorme cesto de mimbre a sus espaldas, lleno este de decenas de panes, también podría haber favorecido la situación.

Como detalle a solucionar, entre tantos otros, sería la ingente cantidad de horas que la pobre mujer se pasaba rezando y rezando de rodillas ante el altar consagrado al espíritu de la montaña (y al que, por tanto, ella y su estirpe se habían acogido). Penitencia la cual dejaba sus articulaciones cada vez más doloridas y peligrosamente cansadas para el camino que de regreso.

De esta forma ella abandonaba el templo, al caer la noche, entre dolores y sufrimientos. Dejando atrás los panes que ella misma había horneado por la mañana y de los cuales nunca probaba bocado. Tantos eran, y tanta la frecuencia con los que los llevaba hasta allí, que habían comenzado a apilarse hasta el techo y ni todos los ratones y pajarillos de la zona lograban dar a basto en la misión de mermar semejante almacén.

Y, de manera definitiva y rotunda, lo que habría hecho de la vida de la anciana, no solo algo mucho más llevadero, sino también feliz y afortunado, habría sido que, aquel espíritu de la montaña, a quien tan devotamente se acogía y adoraba, no fuese celiaco.

Aborto, tal vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora