Una de piratas

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Cuando el pirata despertó en la playa de aquella isla, vió a su alrededor los restos de su navío destrozado por la galera de la navia inglesa que les había estado persiguiendo desde hace semanas. Una frondosa selva crecía allá donde la fina arena de la playa se acababa.

Se levantó a duras penas para volver a caer entre dolorosas arcadas, que le sirvieron para devolver al mar todo el agua que sus pulmones se habían empeñado en robar.

Una vez que volvió a haber espacio en sus sistema respiratorio para el aire, intentó de nuevo, y ahora con éxito, ponerse en pie. No hacía falta ser un genio de la gramática para definir con exactitud el panorama que ahora, erguido y por tanto con más perspectiva, se extendía ante sus ojos.

-Vaya puto desastre- masculló. En efecto, el término daba en la diana.

Toda la cala estaba salpicada, no solo de los maderos, barriles, telillas y telares propias de un barco de la época, sino también de todos esos huesos y miembros que el cuerpo humano tiene la manía de recolectar. Las decenas de cuerpos de la tripulación, o más bien, el puzzle descompuesto que eran ellos ahora, flotaban aquí y allá junto al resto del naufragio.

Realmente, para un pirata con experiencia y aguerrido como el nuestro, acostumbrado este tipo de embates del destino, la situación no le hacía soltar una frase más alta que la nota. Ante este tipo de escenarios, lo mejor, pensaba, era poner los brazos en jarra y resignarse.

Sin embargo, lejos de adoptar la susodicha postura estoica, los ojos se le abrieron como platos cuando descubrió, entre toda aquella ruina flotante, el ataúd.

-¡Capitan!- exclamó antes de lanzarse de nuevo al agua en un arranque de fidelidad hacia su superior. Muchos años después, este tipo de actitudes de lealtad hacia una figura de autoridad estarían del todo mal vistas en los ambientes laborales de gran parte del mundo, clasificando a quien las procesase de "lameculos en busca de un ascenso". Pero esta historia transcurre en una época de humos más calmados y apaciguada en el tema de la lucha de clases y el movimiento obrero. De todos modos, conociendo como conozco a este pirata, seguro que habría opinado al respecto un tajante "Que les den por culo, me gustaría ver a uno de esos de comisiones obreras en una maldita isla desierta"

El ataúd flotaba solo por uno de sus extremos, hundiéndose y volviendo a emerger, chapoteando como un corcho en un río. Cuando el pirata llegó hasta él, tuvo, en un un primer momento, el deseo de abrirlo para ver si su capitán tenía, pese al desastre que los envolvía, todo en orden.

Por suerte, sobre todo para el capitán, fue consciente lo suficientemente rápido del Sol que caribeño y abrasador que coronaba el cielo. Suspiro aliviado, semejante percepción a tiempo había evitado que achicharrase al capitán; por tercera vez.

Que tu capitán fuese un vampiro, aunque estrambótico, era una idea que la mente tenía la mala costumbre de no querer aprender. Él ya no era un grumete de agua dulce, de esos que aún les marea el vayven del barco o sienten repelus ante el plan de violar a un prisionero; era un pirata ya curtido, con décadas de experiencia en sabotaje y con un doctorado en pasar por la quilla a aquellos que se negasen a acatar las órdenes. Podía abordar un barco enemigos sin más ayuda que una buena soga y un garfio, podía achicar agua lo suficientemente rápido como para desecar un lago y podía recordar dónde había quedado enterrado el tesoro en medio la jungla sin necesidad de mapas, ¿pero tener todo el tiempo presente que tu capitán es un señor de las sombras? Rayos, ¡eso era harina de otro costal! A perro viejo no le enseñes nuevos trucos.

Toda una vida de costumbres acarreaban vicios insanos para su nuevo capitán, como la de abrir la puerta de su camarote a las tres de la tarde para darle la sorpresa de que, él y el resto de tripulación, habían reunido unos chelines para comprar un loro como regalo de su cuatrocientostreinta cumpleaños.

Aborto, tal vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora