Culo de mal asiento

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- Usted y yo tenemos mucho en común- dijo reclinándose en su sillón, mientas teatralmente subía los pies encima de su escritorio- Aunque usted aún no lo sepa

Hasta ese momento nunca había caído en las figuras de poder que pueden establecerse con las sillas, y como la elección de estás denotan bastante de la personalidad de quien las compra y decora con ellas su despacho.

Su sillón se posicionaba una línea clásica ejecutiva, tapizado en negro, y dividido su respaldo en diferentes partes que le daba un aspecto ergonómicamente estudiado, con un cabezal separado y grueso donde apoyar la el cuello en una pose regia. Los reposabrazos estaban también acolchados abundantemente y recubiertos del mismo material que el resto de la silla. Se reclinaba además de forma suave y pronunciada, permitiendo un ángulo de inclinación muy superior al que posiblemente era seguro. Tenía dos patas que se doblaban en arco hasta tocar el suelo, dando la sensación de que el sillón se mantenía en equilibrio junto con su dueño. Este era un aspecto que contrastaba con la sobriedad del resto de la silla; si mirabas a aquel hombre reclinado con los pies sobre la mesa sentado en un sillón que parecía retar a la física, te preguntabas cuantas decenas de ingenieros se habían necesitado para hacer este hito posible y, por tanto, cuan costoso podía llegar a ser dicho, porque no llamarlo de otro modo, trono.

Por otro lado, y siguiendo la estela de que la elección de las sillas sirve como espejo del carácter de cada cual, en la decisión de las dos asientos que se encontraban al otro lado de su escritorio, y que por tanto estaban destinados a las visitas o clientes, había optado por la peculiar decisión de poner dos taburetes que solo podría definir como de cocina. Objetos de madera sin apoyo para la espalda alguno, demasiado pequeños para que quien los usase estuviese a una altura digna de la mesa y demasiado duros para permanecer más de cinco minutos ahí sentados sin empezar a sufrir calambres en el trasero. Uno tenía que permanecer con las manos en las rodillas en todo momento y la espalda bien recta, si no quería parecer un achapado parroquiano de bar.

-Puede que si nos parezcamos en algo- respondí con un tono que tomaba el testigo de aquella exageración y grandilocuencia con la que él me hablaba.

Entonces fue, al intentar imitar yo su mismo gesto de plantar los pies en la mesa, cuando descubrí el detalle que me perturbó profundamente. Había aceptado yo el hecho del taburete de cocina como una extravagancia más de aquel tipo, producto quizás de cierta personalidad con aires de superioridad. Lo no fui capaz de  preveer fue cuan profundas y retorcidas eran las implicaciones de esa elección. Pues si uno intentaba, como bien había hecho él, subir los pies en el escritorio, te caías inmediatamente al suelo, al no contar con respaldo alguno y al ser la superficie de apoyo tan pequeña.

Acabase yo de esto modo tirado en la alfombra, confundido y sin ver más de él que su coronilla con el pelo engominado sobresaliendo por el borde de la mesa.

Quizás que, como había dicho él, nos pareciésemos en varias cosas, pero estaba seguro que esa era la forma que él tenía de decirme que, pese a ello, yo nunca sería igual. Que entre él y yo había un mundo de sillas de diferencia.

Aborto, tal vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora