Prólogo

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Cuando le arrancaron las uñas, sonrió.

Cuando le cortaron manos y piernas, rio.

Cuando rajaron la espalda, apenas jadeó.

Solo cuando le sacaron el ojo, lloró y murió.

Extracto de La Leyenda de Arjún – Anónimo

Jadeando cerró la puerta y se apresuró a arrastrar una silla para afirmar el picaporte. Se alejó lentamente de ella, sin quitarle los ojos de encima, hasta que sintió el dintel de la ventana en su espalda. Sus músculos se tensaron y una gota de sudor bajó por su rostro, no había escapatoria. Llevaba días escapando, pero cada hora que pasaba se sentía más acorralado, sin importar a cuántos había eliminado. Era una horda interminable que lo había agobiado hasta dejarlo exhausto.

Aguzó el oído e intentó distinguir algún indicio de sus perseguidores. Oyó el crujir de la madera bajo sus propios pies, el viento colándose por las rendijas del edificio y algunas arañas cobijadas en las telas que ocupaban los distintos ángulos de la habitación. A lo lejos distinguió el croar de algunas ranas, el suave rugido de un riachuelo y el suave baile de las briznas de pasto, pero no había rastro de ellos. No pudo escuchar ni el susurro de la tela de sus ropas ni el peso de sus pasos sobre el desvencijado piso de la abandonada posada. Era como si fueran caparazones vacíos. Si bien eran simples adeptos, estaba seguro de que un acólito del silencio los acompañaba. Solo uno de ellos podría utilizar un poder de ocultación capaz de superar sus sentidos.

Sintió como un profundo escalofrío subía por su espina, enterrándole pequeñas agujas eléctricas acompañadas de un intenso miedo. Presentía que este sería el encuentro final. Matar o morir. A tientas desenvainó su espada, la apoyó sobre su frente y cerró los ojos para concentrarse. La supresión de uno de sus sentidos podía amplificar los demás. Comenzó a susurrar las palabras que tantas veces lo habían tranquilizado, intentando controlar el torrente de emociones que se formaba en su interior. Abstrayéndose totalmente de todo lo que lo rodeaba, elevó una ferviente plegaria a Arjún mientras sentía como su ojo izquierdo ardía y el frío acero de su espada empezaba a vibrar y calentarse a medida que su mente encontraba paz.

No se dio cuenta cuándo una silla se estrelló contra la pared a sus espaldas, apenas evitándolo por unos milímetros. Tampoco oyó el estallido de la puerta ni los gritos salvajes que quebraron el silencio. Permaneció concentrado murmurando, creando una represa y encausando su poder a la espada que vibraba furiosa en su mano, brillando con una tenue luz azulada.

El primer movimiento fue exacto. Un corte, y una cabeza voló limpiamente hasta caer en los restos de una desvencijada cama que se encontraba a un costado de la habitación. Tres pasos, otro movimiento y voló un brazo perteneciente a un ser distinto. No abrió los ojos y siguió recitando mientras su hoja volaba brillante e implacable. Podía oírlos. Sentía cómo respiraban, cómo se doblaban las fibras de sus armaduras de cuero y el viento que se arremolinaba cuando agitaban sus armas. No necesitaba abrir los ojos para acabar con ellos, podía predecir donde caería cada golpe y en qué lugar tenía que golpear para acabar con sus oponentes. Las vibraciones podían ocultarse, modularse o camuflarse, pero nunca eliminarse, al menos no sin destruir aquello que quedaba en silencio.

Habían caído cuatro bajo el filo de su espada cuando ésta se estrelló, con un ruido sordo, contra otro acero, uno que no había detectado. Sin más remedio, abrió los ojos, miró frente a él y se encontró con dos ojos oscuros y vacíos. Era como si la luz de la luna, que apenas se colaba por la ventana, se hundiera en dos interminables pozos negros. No podía oír su respiración, aunque veía que su pecho oscilaba. El acólito, y no cualquiera, uno de los tres.

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