Capítulo 6

18 5 2
                                    


Capítulo 6

La mujer de fuego lloraba. A su alrededor todo era caos, muerte y silencio. Lloraba con la espalda apoyada en una pared resquebrajada y chamuscada. Su verde vestido estaba manchado con un barro rojizo compuesto de tierra y sangre. Su voz articuló un nombre — se sobresaltó al darse cuenta que lo reconocía —, incluso antes que gritara por sus padres.

El tiempo pasó, las lágrimas y el barro se secaron. Siguió ahí, como un fantasma, como un bosquejo de mujer. Ni el viento, ni el frío ni el hambre fueron capaces de moverla. Pero la sed la obligó a levantarse. Caminó y se dejó caer en un riachuelo. Consideró quedarse ahí, ahogarse, pero algo la impulsó a sacar la cabeza — él, pensó —.

Caminó sin rumbo durante días siguiendo el riachuelo. Comía las setas que crecían cerca cuando comenzaba a desvanecerse. Podría haberse envenenado, pero no lo hizo. Siguió caminando hasta que se encontró en medio de un caserío. Las puertas se cerraron, las madres escondieron los rostros de sus hijos y la calle quedó desierta. El único que se le acercó fue aquel hombre — ¡No! ¡No hables con él! — Por un momento, la mujer volvió el rostro en su dirección, pero sus ojos no vieron nada. El extraño le ofreció un pan, algo de beber y le hizo señas para que la siguiera. Ella hizo caso. Solo una vez miró hacia atrás y movió los labios murmurando su nombre. Luego, caminó sin importarle nada de lo que había a su alrededor, era un cascarón sin vida.

Saria despertó y sintió cómo una gota de sudor helado recorría su espalda. Estaba de rodillas con las manos empuñadas y sus uñas dolorosamente enterradas en las palmas. La cabeza de Eridán descansaba en su regazo. No recordaba el momento en que se había quedado dormida ni en el que el joven había terminado ahí. ¿Qué había sido ese sueño? Se sentía tan real, como si fuera espectadora de hechos que estaban ocurriendo — o iban a ocurrir — en otro lugar. Ahora estaba en la sala de música. Recordaba haberse acomodado ahí para esperar que el joven despertara y así poder llevarlo a sus habitaciones y comenzar a enseñarle su idioma, como le habían mandado.

Cuidadosamente sacó la cabeza del joven, la dejó en el suelo y se dirigió a la pared de la habitación donde colgaba una pequeña lira. El sueño la había dejado intranquila, necesitaba volver a encontrar algo de paz en su interior. La descolgó, se sentó en el suelo de piernas cruzadas y comenzó a rasguear hábilmente las cuerdas. ¿Qué había visto? ¿Qué eran estos sueños que estaba teniendo? ¿Por qué esa mujer había dicho ese nombre? ¿Por qué aquel individuo le había inspirado tanto temor?

Repasó las imágenes una y otra vez mientras tocaba notas al azar. El suave sonido de la lira la ayudaba a tranquilizarse, lo había hecho desde pequeña. Se suponía que solo los canalizadores podían tocar los instrumentos de esa habitación, pero ya no tenía que aparentar ser la niña perfecta, ya no lo había logrado. Debería haber sentido culpa, pero algo dentro de ella se liberó. Ya no estaba atada por la conducta esperada para poder ser canalizadora, ahora gozaba de una libertad que no conocía, pero libertad después de todo. Ese pequeño acto prohibido le produjo un goce impensado, una disonancia placentera.

Eridán abrió los ojos al sentir una dulce melodía proveniente de una lira. Eran notas que no seguían un orden en particular, pero que trasmitían calma y tranquilidad, como si ordenaran algo. Desorientado miró a su alrededor y se encontró en la habitación de la música. ¿Qué le había pasado? Recordó al viejo sentado, el silencio y... no. No quería volver a escuchar aquello. Se concentró en la música, se sentó y se giró para ver de dónde venía. Para su sorpresa, vio a Saria con los ojos cerrados y una lira en sus manos. Sus dedos se movían gráciles sobre las cuerdas, bailando hábilmente para transmitir una profunda tranquilidad. Intentó oír más allá, ¿qué le transmitían esas notas? ¿Qué imágenes había en ellas? Durante algunos minutos permaneció con los ojos cerrados, concentrándose en cada nota, en cada tañido. Pero no vio nada. Solo escuchó la música. Su agudo oído podía identificar cada nota, pero nada más, no había significados, no había representaciones, solo notas vacías. Algo dentro de él se movió intranquilo.

El corazón de la músicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora