Capítulo 9

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Dado el estado físico de Shae, decidieron que acamparían para seguir el día siguiente. No tenían apuro en llegar a la ciudad y, lejos del camino, confiaban que no volverían a tener encuentros no deseados como el de la posada.

Cuando Shae despertó no quisieron preguntarle nada sobre lo que había vivido. Saria le insistió que los acompañara en su camino y ella asintió con una leve sonrisa. Luego, se acercó a Eridán y apuntó el lugar donde había apoyado el laúd. El joven sonrió y, tomando el instrumento, volvió a tocar para ella. Shae se sentó frente a él y lo observó fijamente con sus profundos ojos rojos, como si nunca hubiera visto u oído nada igual.

— ¿Quieres que toque alguna canción en especial? Conozco tonadas de distintas partes del país, que me enseñó mi padre. — preguntó Eridán, sonriéndole.

Shae no contestó, simplemente negó con la cabeza y apuntó el laúd, haciéndole entender que siguiera, sin importar qué canción decidiera interpretar. El joven la miró con ternura y continuó tocando, pasando de dramáticas historias y poemas épicos a alegres tonadas de posada. La joven se balanceaba al ritmo de la música, sin apartar sus ojos de Eridán, como si estuviera sumida en un profundo trance.

Saria, por su lado, se había sentado con la espalda apoyada en un árbol y dormitaba disfrutando de la música. Habían sido días intensos y, pese a las extrañas circunstancias que envolvían aquel alto en el camino, aprovecharía para despejar su mente y descansar. Tenía muchas preguntas que debían ser contestadas y ninguna pista sobre cómo hacerlo, pero, en ese momento, a un costado del río, con el canto de algunas aves, el laúd de Eridán y el rugir del agua, decidió dejar que sus emociones fluyeran. Necesitaba encontrar algo de armonía en su interior, que se agitaba como una tormenta, para tomar decisiones y encontrar alguna forma de reconciliarse con su pueblo.

Estaba en eso cuando, sin darse cuenta, abandonó su duermevela y se encontró de pie en un amplio salón de piedra. Bajo sus pies había una mullida alfombra negra con un intrincado diseño amarillo bordado. En el centro de la sala colgaba un ostentoso candelabro con una infinidad de velas y cristales que producían hermosos brillos al reflejar la luz que se colaba por dos ventanas pequeñas y se sumaba al resplandor de las velas encendidas. En un extremo de la habitación había un trono en el que se encontraba un anciano vestido con suntuosos ropajes negros con bordados de oro que dibujaban un escudo con un cáliz hecho con hilo rojo en el centro. Era, a todas luces, un rey o, al menos, alguien muy importante. Detrás de él había una enjuta mujer vestida totalmente de negro que le susurraba al oído mientras él asentía cansado. Frente a ellos se encontraban cinco guardias y un hombre que debía ser un oficial de alto rango, esperando a que le dieran permiso para hablar.

— Su majestad, nos informan que han sido vistos en una posada yendo hacia el norte — dijo el hombre, cuando el monarca le hizo un gesto con la mano — la persona que envió la camarilla reportó que su poder era mayor al previsto.

— ¿Han vuelto a verlos? — Contestó la mujer detrás del monarca.

— No. Al parecer han abandonado el camino y viajan a campo traviesa. Será más difícil encontrarlos, pero podemos llevar a cabo una ejecución mucho más limpia. ¿Desea que enviemos a los rastreadores?

— No los necesitamos muertos todavía. Al menos, no a él. Si no extraemos el ojo con cuidado, volverá a pasar lo mismo que ocurrió la última vez y el esfuerzo de detectarlo habrá sido en vano. Debemos recuperarlo antes de asesinar a su huésped y asegurarnos que no tenga hijos a quién transferirlo — respondió la mujer, mientras caminaba acercándose al oficial. El rey miraba sin emitir opinión.

El corazón de la músicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora