Shae despertó sobresaltada. Durante las últimas noches apenas había podido conciliar el sueño por el dolor de sus brazos. Se sentó en el borde de su camastro de piedra y miró las heridas que comenzaban a cicatrizar en sus brazos grisáceos. Negras costras cubrían los cortes más recientes, mientras que una maraña de marcas negruzcas se extendían por sus extremidades en intrincados diseños.
Alguien tocó su puerta. Ella no contestó, pero oyó cómo manipulaban la llave y el cerrojo se abría. Era un simple acto de costumbre, no tenía poder para aceptar que entraran o decirles que no. Miró el espejo que tenía en la pared que se ubicaba a su izquierda y observó sus profundos ojos rojos, su cabello negro y su piel gris.
Entraron tres hombres a su habitación. Dos de ellos vestían túnicas negras y llevaban sus cabezas rapadas con intrincados diseños de cicatrices. El tercero llevaba una túnica roja con un medallón dorado en su pecho y, sobre su cabeza, ostentaba un turbante negro del que nacían las cicatrices que cubrían su cara.
La joven apoyó su espalda en la pared y abrazó sus rodillas para esconder, inútilmente, su desnudez. Los hombres de negro eran simples acólitos, los encargados de llevar a cabo los rituales y experimentos a los que la sometían, sin embargo, el hombre de rojo era la primera vez que lo veía, aunque sabía perfectamente qué era.
Se preguntó qué podía hacer un sacerdote en su recámara. Ellos nunca se le habían acercado, solo observaban los procedimientos desde una pieza contigua a través de una pared de vidrio. Nunca se ensuciaban las manos, solo ordenaban.
— Mi pequeña — dijo el sacerdote, con una voz pastosa y arrastrando las palabras — me alegro de encontrarte despierta. — Shae solo lo miró aterrorizada. — Hoy es un día importante para ti, cumples veinte años, siete desde que te encontramos. Esto merece una celebración. — Continuó, mientras, con una inclinación de cabeza, indicaba a los acólitos que la levantaran.
Los hombres de negro le tomaron los brazos y la obligaron a ponerse de pie frente al sacerdote. Este se acercó y comenzó a acariciar su rostro con suavidad. Su mano tenía un profundo olor a hierro, a sangre fresca. Mientras lo hacía, acercó su rostro a Shae, que pudo sentir su ácido aliento, y examinó sus ojos. Luego se alejó y comenzó a seguir las heridas con los dedos mientras se saboreaba los labios.
— Eres un milagro de Kragur, un ser único — dijo, mientras comenzaba a acariciar sus senos. Shae intentaba contener las lágrimas y se mordía el labio, sabiendo que era inútil forcejear con los dos hombres que la sostenían y el sacerdote. Durante todos estos años solo habían sido experimentos y dolor, pero nunca la habían tocado de esa forma. Podía reconocer la lujuria en el hombre de rojo, y le aterraba lo que estaba por venir.
El hombre comenzó a desnudarse y les indicó a los acólitos que la sostuvieran contra la cama. Shae pudo ver los intrincados diseños de cicatrices en el cuerpo del hombre, mientras este se acercaba saboreándose los labios. Entonces, notó que de su túnica había sacado un látigo, que ahora sostenía desnudo frente a ella. No pudo seguir conteniendo las lágrimas.
— Miren, el demonio llora de miedo — se burló el hombre, mientras pasaba el látigo de una mano a otra. Los acólitos lo celebraron con risas rasposas. — Ahora veremos qué hace con el dolor y el placer — dijo, alzando el látigo y asestando el primer golpe en la cara de Shae.
Sintió un agudo dolor en su mejilla y la sangre agolparse en su ojo derecho. Después de tanto tiempo sometida a innumerables experimentos y torturas, no era algo nuevo, pero tampoco era algo a lo que su cuerpo pudiera acostumbrarse. Intentaba volver a contener las lágrimas, pero la inminente violación era lo que había derrumbado todo su autocontrol, era la idea de tener a ese enfermo dentro de ella lo que la llenaba de repugnancia y asco.
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El corazón de la música
FantasyEl silencio ha comenzado a actuar después de años de aparente inactividad. Reinos completos caen bajo su influencia en instantes y la gente se sume en un profundo vacío. Las vidas se llenan de monotonía, las ciudades se vuelven grises y su poder se...