Saria llevó la mano a su cuchillo en forma instintiva, pero, cuando vio cómo los soldados sonreían burlones, dejó caer sus brazos. Era la única de los tres que iba armada y se enfrentaban a un grupo de hombres bien entrenados. No podían hacer nada.
— ¿Quiénes son ustedes? ¿Quién es ese rey en el nombre de quien nos arrestan? — Preguntó Saria, intentando que su voz no tiritara por el miedo.
— ¿Dónde vives, muchachita, que no sabes quién es el rey? — Se burló el hombre que dirigía el grupo.
— No soy de estas tierras — contestó Saria, intentando ganar tiempo. Shae se había acercado lentamente y se encontraba de pie a su lado, pero Eridán seguía ensimismado tocando música, como si no se diera cuenta de lo que sucedía. — Somos forasteros que viajamos a la ciudad. El hombre es un bardo y, al ver este pueblo, sintió que debía honrarlo con música. ¿Por qué arrestarían a un grupo de viajeros que no ha hecho nada más que tocar música? — contestó Saria, infundiendo la mayor seguridad que le era posible a su voz.
— No es mi labor cuestionar los mandatos del rey. La descripción fue clara y el lugar en el que los encontraríamos, preciso. Deberán ir con nosotros por las buenas o por las malas — respondió el hombre, mientras hacía un gesto para que los soldados comenzaran a acercarse a los tres jóvenes.
Saria se había quedado sin ideas. Era imposible resistirse y era evidente que esos hombres no caerían en ningún embuste. Sus órdenes eran claras con respecto a ellos. Resignada, caminó hacia Eridán, bajo la atenta mirada de los soldados que se acercaban, se agachó y, pasando el brazo por su espalda, susurró:
— Debemos irnos, Eridán. Oigo tu dolor, pero no hay nada que podamos hacer por los muertos más que seguir viviendo.
Eridán dejó de tocar y la miró fijamente. La vida de su ojo izquierdo se había apagado y su rostro estaba vacío. Era como si hubiera abandonado su cuerpo, dejándolo funcionar, pero eliminando todo rastro de consciencia. En forma instintiva comenzó a guardar sus instrumentos bajo la mirada atenta de los guardias y las jóvenes. Se levantó y miró alternativamente a Saria y a los soldados, esperando instrucciones. Saria lo tomó del brazo y lo guio hasta donde se encontraba Shae esperándolos.
Los guardias cerraron un círculo en torno a ellos y sacaron de sus morrales grilletes y los encadenaron, sin que ellos opusieran resistencia. Acto seguido, le quitaron el cuchillo a Saria, la funda con los instrumentos a Eridán y tomaron los caballos de las riendas para emprender el rumbo hacia la ciudad.
Viajaron durante vinvo días por los caminos sin mayores incidentes. Eridán se encontraba sumido en un trance en el que apenas comía y no emitía palabra alguna. Sus movimientos eran automáticos, casi instintivos, dejándose dirigir por la cadena que tiraba de sus grilletes. Shae, por otro lado, había vuelto a su mutismo inicial y no se apartaba del joven en ningún momento. Ambos habían escapado a un mundo interior donde eran inalcanzables, dejando a Saria lidiar sola con la situación que estaban viviendo.
La joven se sorprendió con el estado precario en que vivía la gente que alcanzó a ver en los caminos. Vio mercaderes con carros que apenas podían moverse por las ruedas podridas o lo flaco de sus caballos, pese a apenas llevar mercancía. Vio campesinos intentando cosechar plantas que con suerte habían sobrevivido y cuyos exiguos frutos tenían un aspecto casi venenoso. Las casas que alcanzaba a ver tenían sus techos derruidos y agujereados, las ventanas quebradas y las paredes sucias y gastadas. Los niños que corrían en los campos estaban flacos, sucios y desnudos y, ni siquiera su juventud les había permitido retener sus sonrisas. Los rostros eran lúgubres, apenas soportando el hambre y el frío que, al parecer, asolaba la región.
Las personas con las que se cruzaban los miraban con miedo y reverencia. Fuera quien fuera, se apartaba rápidamente del camino para que los guardias pasaran sin ser molestados, con una expresión mezclada de pánico y desprecio en su rostro. No había rastro de respeto o agradecimiento por la labor que pudieran cumplir los soldados en un reino, solo cicatrices de abusos y maltratos. Esto se reflejaba con más fuerza cuando se detenían en las posadas para descansar, exigiendo las mejores piezas, comida y licores sin pagar nada. Los dueños de los distintos establecimientos atendían prestos a los soldados, sin siquiera atreverse a mirarlos a los ojos mientras estos abusaban de sus armas y su poder para tomar los que deseaban, incluso a la hija del segundo posadero.
ESTÁS LEYENDO
El corazón de la música
FantasyEl silencio ha comenzado a actuar después de años de aparente inactividad. Reinos completos caen bajo su influencia en instantes y la gente se sume en un profundo vacío. Las vidas se llenan de monotonía, las ciudades se vuelven grises y su poder se...