Lania despertó sobresaltada al escuchar un agudo llanto de bebé. Sin siquiera ponerse zapatos, corrió a la puerta y salió de su pequeña casa. No le importaron las piedras que se clavaban cruelmente en las plantas de sus pies ni las ramas que rasgaban su delicada piel mientras caminaba. Corrió por instinto, sin percatarse del dolor y dejando un hilillo de sangre a su paso en dirección al llanto.
La noche era casi completa, solo unas cuantas estrellas entregaban un tenue resplandor intermitente mientras la luna se ocultaba tras negras nubes. Llovería al día siguiente. La mujer corrió apartando las ramas de los matorrales y se internó en la plantación donde trabajaba todos los días. Tropezó y cayó apoyándose con las manos. Sintió un agudo dolor en su rodilla izquierda cuando se golpeó con una piedra con cantos filosos. El llanto seguía.
Se levantó y, a pesar del dolor de su rodilla y sus malheridos pies, siguió corriendo hacia el niño que lloraba. No volvió a caer. Al cabo de unos minutos pudo ver entre las altas plantas un bebé que no debía tener más que algunos meses. Estaba desnudo, cubierto de sangre y a su lado yacía una mujer que había sido atravesada por tres flechas. Lania se acercó lentamente y pudo ver que ya no respiraba. Su postura revelaba que había luchado hasta el último momento para evitar que su hijo fuera dañado.
Era una joven de cabellos castaños y contextura delgada, no medía más de un metro cincuenta y tenía orejas puntiagudas que asomaban de su pelo liso. Vestía un sencillo vestido café, ahora teñido por la sangre, e iba descalza. En su cuello tenía un pequeño colgante con una piedra verde en forma de gota de lluvia, engarzada en un soporte de plata, que brillaba con un tenue resplandor.
Lania había oído historias sobre razas humanoides diferentes a los seres humanos. Se decía que en las profundidades del bosque habitaban los elfos, seres que practicaban artes oscuras para prolongar su vida indeterminadamente y que se apareaban con animales. Había visto ilustraciones en libros de niños, parecían humanos levemente más bajos, con orejas puntiagudas y piel verdosa. Normalmente tenían una sonrisa pícara, mostrando el engaño en el que se envolvían. Algunos incluso tenían miembros de animales: pezuñas, colas o cuernos.
La joven que estaba a sus pies solo compartía dos características con los relatos: sus orejas puntiagudas y su estatura. Difícilmente tendría una vida eterna, su piel, si bien era pálida, no era de color verde y su expresión estaba lejos de ser una sonrisa engañosa. Pese a esto, su cara denotaba tranquilidad, paz interior, algo totalmente fuera de lugar considerando las flechas en su pecho.
Lania se inclinó y tomó al bebé que, sin parar de llorar, la miró con un ojo café claro y otro cuyo iris se encontraba demarcado por una fina línea negra, pero era completamente blanco. Se sobresaltó al ver estos dispares ojos y casi suelta al niño, pero logró sobreponerse a la sorpresa y lo abrazó, sin importarle su apariencia, sus orejas puntiagudas ni la sangre fresca en su cuerpo, que sería muy difícil de limpiar de su blusa para dormir.
—Tranquilo... tranquilo, ya estoy aquí – susurró al bebé – no tienes nada que temer. Para su sorpresa, el niño dejó de llorar y se acurrucó en su pecho con un profundo suspiro.
Lania se levantó lentamente. Observó a la mujer con lástima y se giró para volver a su casa. No podía hacer nada por ella.
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El corazón de la música
FantasyEl silencio ha comenzado a actuar después de años de aparente inactividad. Reinos completos caen bajo su influencia en instantes y la gente se sume en un profundo vacío. Las vidas se llenan de monotonía, las ciudades se vuelven grises y su poder se...