Capítulo 5

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            Después de horas de caminata a través del bosque, Eridán sintió que dejaba de pisar tierra y hojas. Oyó el suave repicar de sus zapatos mojados sobre la húmeda madera de una construcción. Lo detuvieron y sus captores intercambiaron frases en un idioma inentendible con una mujer y, finalmente, le soltaron las manos y le retiraron la venda de sus ojos.

Frente a él se alzaba una espaciosa sala ubicada al interior de un enorme árbol. Las paredes estaban cuidadosamente pulidas y solo las adornaban los dibujos naturales propios de la madera. Debía ser un árbol sumamente anciano por la cantidad de círculos que presentaba el suelo bajo sus pies. La habitación era redonda y espaciosa, con sillas ubicadas a lo largo de la pared como único mobiliario. Parecía el lugar de reunión importante, quizás de algún concejo que gobernaba este pueblo desconocido.

Ante él había una mujer de pelos canos y en cuya piel ya asomaba algunas arrugas. Vestía una túnica de color púrpura, con intrincados diseños de color dorado, y un collar de un metal verdoso adornado con una piedra, como la de su colgante, en el centro de un sol de madera.

— Kaep dror — dijo la mujer, con voz rasposa.

— ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hago aquí? — preguntó Eridán, intentando sonar seguro.

— Te hemos salvado del Silencio, hijo — contestó la mujer, utilizando la lengua común.

— No has contestado mis preguntas — replicó el joven, sin entender de qué estaba hablando la anciana — ¿Qué significa kaep dror? Ya me lo han dicho en varias ocasiones. Sintió cómo los individuos que lo rodeaban se ponían en alerta por la forma insolente en que había replicado.

— El que es uno con la música, el que escucha las melodías, el que interpreta el mundo — contestó la mujer, sin inmutarse. Eridán miraba sin entender de qué estaba hablando la mujer. — Eres joven, ya comprenderás. Lo importante es que has vuelto y debes comenzar tu aprendizaje, antes que sea demasiado tarde.

— Espera — interrumpió Eridán, intentando sonar lo más respetuoso posible — yo no he vuelto a ninguna parte, ustedes me secuestraron a punta de armas y me trajeron ciego hasta este lugar. No sé quiénes son ni qué traman, pero yo solo soy el hijo de un lutier de Chamizo y no tengo nada que hacer aquí.

— Soy Phyrra, la que canta con el viento del norte. Somos el pueblo de la ardilla dorada, los que cantan con las bellotas y espantan a los lobos.

Eridán observó a la mujer durante unos minutos sin decir palabra alguna. Algo en ella le transmitía paz, no la antipatía que debería sentir por quienes lo habían secuestrado. La anciana lo miraba sonriendo apaciblemente, como una madre mira a su hijo pequeño, como un maestro mira a un estudiante que apenas sabe leer. Esto contrastaba enormemente con las miradas de quienes los rodeaban, prestos a abalanzarse sobre él ante cualquier movimiento.

— Mi nombre es Eridán, hijo de Lania y Alvhen, del pueblo Chamizo — se presentó, intentando disminuir la tensión que sentía en el ambiente — me gustaría saber por qué me secuestraron y luego volver en paz a mi pueblo.

— No podemos dejarte ir, debemos protegerte — contestó la anciana. — Tienes mucho que aprender y no podemos permitir que vagues por el mundo sin controlar tus melodías.

Sin dejar que Eridán contestara algo más, la anciana hizo un gesto y entró una joven de cabellos verdosos, rasgos afilados y dos profundos ojos color miel que se movían como el mar en medio de una tormenta. Vestía una túnica naranja con un fino cinturón que resaltaba su esbelta figura. Cuando puso sus ojos sobre él, lo miró con una profunda desconfianza y desprecio, fijándose especialmente en su colgante. Pensándolo bien, había algo más en esa mirada, ¿envidia? No tenía sentido.

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