El costo de ser real

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Vivimos una tragicomedia, pero no podemos quejarnos, ¿verdad? Es el costo de ser real.

Encarcelado en estas cuatro paredes me pongo a pensar: Mi cuarto puede protegerme de amenazas externas, pero a la vez me encierra con el monstruo más cruel e insaciable que conozca yo, por lo menos. A veces no nos hace mal salir allá afuera y correr el riesgo de que nos rompan en mil pedazos, pero hay que tener cuidado, sobre todo con el amor, porque el amor golpea más fuerte que el odio. Yo solo sé que agonizar mirando las estrellas es un capricho que no todos se pueden dar y ¿No es eso lo que hago cada vez que miro al cielo? Quisiera no tener que admirar esos cuerpos de luz en solitario, pero cada vez que dirijo mis pensamientos al universo sobre ese futuro en el que -tal vez- ya no me encuentre solo, desperdicio preciosos segundos de ese combustible que me permite moverme y que, eventualmente, se tiene que acabar. En todo caso es más gratificante el pasarse la noche mirando las estrellas en solitario que no dormir esperando una llamada que acaba por no llegar nunca y, ahora que lo pienso, pude haber esperado esa llamada mirando el paisaje cósmico, así, aunque no supiese lo que ella tenía que decirme, al menos sabría quién se lleva las estrellas antes de que suene el tono de mi celular, no por la llamada sino por la maldita alarma que olvidé apagar porque se me fue el detalle de que al día siguiente era festivo y no tenía que despertar temprano para complacer a mi rutina.

Irónicamente, cuando salgo de mi órbita es cuando más le doy vueltas a todo. Hasta en eso soy de llevar la contraria. Lo cierto es que son altas horas de la madrugada y debería estar durmiendo, pero hay algo que me tiene en vela y, eso sí, me reservaré el derecho de omitir. Ahora me largo, que debería estar soñando, pero no despierto. Debería estar en el quinto sueño, no en el vigésimo. Supongo que lo debo intentar.

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