III El cachorro gris

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El cachorro gris resultaba diferente se sus hermanos y hermanas. El pelo de estos acusaba ya aquel rojizo heredado de su madre la loba, mientras que él era el único que se parecía a su padre.
Era el cachorrillo gris de la manada. Representaba el lobo de pura cepa: en realidad, la imagen misma del Tuerto, en lo físico, con la única excepción de que él tenía dos ojos y su padre sólo uno.
No hacía mucho que los del cachorro gris se habían abierto a la luz, cuando ya veían con toda claridad. Y mientras estaban aún
cerrados, tanteaba, paladeaba y olía. A sus dos hermanos y a sus otras tantas hermanas los conocía perfectamente. Había empezado a retozar con ellos débil y torpemente, y hasta puede decirse que a reñir, pues en su tierna garganta vibraba a veces un singular ruido como de carraspera -precursor del gruñido futuro- cuando estaba encolerizado. Y mucho antes de abrir los ojos conocía ya por el tacto, por el gusto y por el olfato a su madre.
Ella tenía una lengua suave, acariciadora, que era como un calmante cuando se la pasaba por el delicado cuerpecillo, y le impulsaba a él a acurrucarse bien apretado contra el otro
cuerpo, dormitando o durmiéndose del todo.
La mayor parte del primer mes de su vida la había pasado así, durmiendo; pero ahora, que veía bien, se quedaba despierto mucho más rato e iba aprendiendo a conocer su
mundo mucho mejor. El mundo era lóbrego; pero él no lo había descubierto puesto que no sabía que existiera otro mejor. No gozaba más que de una luz opaca, pero sus ojos no habían tenido que acostumbrarse a otra. Su mundo era pequeñísimo. No tenía otros límites que las paredes del cubil. Pero como ignoraba todo acerca del ancho mundo que quedaba fuera, nunca sintió la opresión de los
estrechos confines a que estaba reducida su existencia.
Sin embargo, muy pronto descubrió que una de aquellas paredes resultaba diferente de las demás. Era la boca de la cueva y el manantial de donde provenía la luz. Y averiguó esta diferencia mucho antes de que tuviera ideas propias y voliciones conscientes.
Había constituido para él una atracción irresistible aun antes de que sus ojos se abrieran y pudiese mirar hacia allí. La claridad daba sobre sus cerrados párpados, y los ojos y los nervios ópticos habían vibrado en chispazos de luz de cálidos tonos y singularmente agradables.
La vida de su cuerpo y de cada fibra del mismo, la vida que era como su propia sustancia corporal había deseado con ahínco esa luz y lo impulsaba hacia ella, de igual suerte que las sabias combinaciones químicas
de una planta impulsan a esta hacia el sol. Al principio, antes de que comenzara a alborear su vida consciente, él se había acercado, arrastrándose, a la boca de la covacha. Y en ello había unanimidad con sus hermanos y hermanas. Nunca, en aquel período, se arrastró ni uno de ellos hacia los oscuros rincones de la pared posterior. La luz los atraía como si fueran plantas; la química de la vida, de la que eran ellos el compuesto, pedía luz como una necesidad del ser, y sus diminutos cuerpecillos de juguete se deslizaban ciegamente, mejor químicamente, hacia ella.

Más tarde, cuando cada uno de ellos había ido desarrollando ya su personalidad y llegaron a tener conciencia de sus impulsos y anhelos, la atracción de la luz aumentó. Continuamente
bregaban por llegar a ella, y su
madre tenía que retirarlos hacia el interior una y otra vez.
De aquella manera precisamente, el cachorro gris se enteró de otros de los maternos atributos, distintos de aquella lengua tan
suave y tan calmante de la que hemos hablado.
En su incesante arrastrarse hacia la luz, descubrió que su madre poseía también una nariz que con un duro golpecito sabía administrarle un ligero castigo, y más adelante, que tenía una pata que lo aplastaba contra el suelo y lo hacía rodar luego repetidas veces con rápidos y bien calculados empujones. Así se enteró de que había cosas que hacían daño, y aprendió con ello a evitar dicho daño; en primer lugar, no incurriendo en el peligro de recibirlo, y en segundo, una vez que se había hecho acreedor al castigo, hurtando el cuerpo y retrocediendo. Eran estas ya acciones conscientes, resultado de las primeras ideas generales acerca del mundo. Antes se
retiraba automáticamente de lo que le causaba dolor o molestia, como se había arrastrado,
automáticamente también, hacia la luz.
Después se retiraba ya de lo que le causaba daño porque sabía, había llegado a comprender, que el daño era aquello.
El cachorrillo resultaba feroz. Y sus hermanos y hermanas no le iban a la zaga. Era de esperar. Al fin y al cabo, eran animales
carnívoros, de casta acostumbrada a matar para tener carne y devorarla. Solo de ella vivían sus padres. La leche que mamó al comenzar su vida era producto, transformación
directa de carne, y ahora, cuando el cachorro contaba un mes, cuando no había transcurrido
más que una semana desde que se abrieron sus ojos, empezaba ya él mismo a comer también carne, medio digerida por la loba y ofrecida después a sus cinco hijos, que pretendían mamar con demasiada frecuencia.
Pero de todos ellos, el peor era él. Ninguno lo aventajaba en el fuerte tono de aquella especie de incipiente gruñido que emitían. Sus rabietas superaban siempre en mucho, por lo terribles, a las de los demás. Él fue el primero
que aprendió a hacer rodar por el suelo a sus hermanos, de un zarpazo hábilmente dado; el
que primero clavó los dientes en la oreja de uno de los otros y tiró de lo lindo hasta arrancarle un pedazo, gruñendo, mientras, entre los apretados dientes. Y en fin, él fue el que más trabajo le dio a la madre para evitar que toda la camada se le fuera a la boca de la cueva.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora