III El reinado del odio

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Bajo la tutelo del Dios loco, Colmillo Blanco se convirtió en un verdadero demonio. Lo tenía encadenado y metido en una jaula, detrás del fuerte, y se divertía atormentándolo hasta ponerlo furioso. Pronto descubrió el hombre que el punto flaco del animal era su susceptibilidad, fácilmente herida cuando se burlaban de él, y por lo mismo puso especial empeño en mortificarlo y reírse después de su ira impotente. Se reía a carcajadas, escandalosa y sarcásticamente, mientras señalaba al perro con el dedo. En tales ocasiones, Colmillo Blanco se volvía más loco aún que su dueño.

Si antes había sido el enemigo de su raza, y uno de los más feroces, por cierto, se convirtió ahora en el enemigo de todas las cosas, y más feroz que nunca. Lo atormentaban de tal modo, que odiaba ya ciegamente, sin el menor asomo de razón. Odiaba la cadena que lo mantenía sujeto; a los hombres que lo miraban a través de los barrotes de la jaula; a los perros que iban con ellos y que le gruñían viéndolo allí indefenso. Hasta la misma madera de la jaula que lo encerraba le era odiosa. Y por encima de todo esto, a quien más odiaba era al Hermoso Smith.

Pero cuanto este hacía con Colmillo Blanco obedecía a un propósito preconcebido. Cierto día, un grupo de hombres se paró frente a la jaula. Smith entró en ella con una tranca en la mano y le desató la cadena al animal. Cuando su dueño se marchó, y al verse casi libre, el perro se arrojó contra los barrotes de la jaula intentando llegar hasta el grupo que lo contemplaba. De tan terrible, su aspecto resultaba magnífico. Medía más de metro y medio de largo, era robusto; no hubiera podido compararse con ningún lobo de su edad y tamaño. Había heredado de su madre las macizas formas del perro, y así, aunque desprovisto de toda grasa inútil, su peso excedía de noventa libras. Era todo músculo, huesos y tendones..., carne para la lucha, y en las mejores condiciones.

Volvió a abrirse la puerta de la jaula. Colmillo Blanco esperó un momento. Ocurría algo desusado. La puerta se abrió de par en par, arrojaron dentro de la jaula un enorme perro y tras él resonó un portazo. El prisionero jamás había visto al intruso. Era un mastín. Pero su tamaño y su fiero aspecto no le intimidaron. Al fin había allí algo, que no era de hierro ni de madera, en que saciar su odio. De un salto se le echó encima, brillaron sus dientes y se los clavó al otro en el cuello, que quedó abierto por uno de sus lados. El mastín sacudió la cabeza, gruñó roncamente y se lanzó a fondo contra Colmillo Blanco. Pero este no estaba quieto un momento, evitaba el ataque tan pronto desde un sitio como desde otro, y saltaba continuamente para desgarrar con sus colmillos y huir después al golpe que le devolvían.

Los hombres que lo contemplaban prorrumpieron en gritos de admiración y en aplausos, mientras el Hermoso Smith parecía extasiado, mirando fija y codiciosamente toda aquella carnicería que era obra de su perro. Para el mastín no hubo ya esperanza desde los comienzos. Era demasiado pesado y lento. Al fin, mientras Smith hacia retroceder a garrotazos a Colmillo Blanco, su víctima era retirada de la lucha por su propio dueño. Luego vino el pago de las apuestas que se habían cruzado y sonaron las monedas al ir cayendo en la mano del monstruo.

Colmillo Blanco llegó a desear con ansia que hubiera grupos de hombres alrededor de su jaula, era el único medio por el cual se le permitía exteriorizar su furia. Atormentado y lleno de odio, se le conservaba prisionero, con lo que podía expulsar aquel odio, excepto cuando a su amo se le antojaba lanzar contra él otro perro. Smith había calculado perfectamente, pues ganaba siempre. Un día fueron tres los canes que le echaron sucesivamente. Otro día fue un lobo ya completamente desarrollado y que acababan de coger vivo en el bosque, o dos perros a la vez, los que pusieron contra él. Esta última fue la más dura de todas sus batallas, y aunque acabó por matarlos a los dos, a punto estuvo de perder él también la vida.

Hacia fines de otoño, al iniciarse las nevadas y notarse en el río los primeros hielos, Smith embarcó, llevando consigo a Colmillo Blanco, en un vapor que partía del Yukón con rumbo a Dawson. El perro del monstruo se había hecho ya famoso en todo el país con el nombre de lobo de pelea, y, en la cubierta del barco, su jaula estaba siempre rodeada de hombres que lo contemplaban con curiosidad. Él les gruñía furioso o se mantenía echado observándolos con una fría mirada de odio. ¿Por qué los odiaba? No lo sabía, pero aquella pasión era ya habitual en él y la aplicaba en todo momento: su vida era un infierno. No nació para estar sujeto siempre a aquel encierro riguroso que las fieras deben sufrir cuando caen en manos de los hombres. Y sin embargo, así precisamente lo trataban. Los hombres lo miraban como algo raro; lo azuzaban con palos que introducían entre los barrotes de la jaula, y cuando les gruñía, se reían de él.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora