En fuerte Yukón había pocos hombres blancos, y estos hacía tiempo que estaban en el país. Se llamaban a sí mismos los de la levadura y se mostraban orgullosos de darse tal nombre. Por los demás, los novatos aún, no sentían otra cosa que desprecio. En cuanto a los recién llegados, que acababan de desembarcar, eran conocidos por los chechaquos, calificación que evidentemente debía de serles desagradable, a juzgar por la cara con que la recibían. Estos usaban para amasar esa conocida harina de arroz preparada que lo hace más ligero, y ello constituía una irritante distinción para los otros, que, por no tener tal preparado, se veían obligados a usar la tradicional levadura.
Pero no quedaba ahí la cosa. Los que estaban en el fuerte no solo desdeñaban a los recién llegados, sino que también veían sus desazones con verdadero júbilo. Lo que más gracioso hallaban eran los estragos que entre sus perros producían Colmillo Blanco y toda su pandilla. En cuanto llegaba un vapor, los moradores del fuerte se daban cita para no perder ni un detalle de la batalla canina, que les parecía siempre muy divertida. La esperaban con la misma fruición anticipada de los perros indios, apreciando especialmente el salvajismo y la destreza de la parte que en ella le correspondía a Colmillo Blanco.
De todos aquellos hombres, uno en particular gozaba grandemente con tal espectáculo. Acudía a la carrera al oír el primer silbido del buque, y cuando la pelea había terminado y toda la manada quedaba dispersada, regresaba lentamente al fuerte, mostrando en el rostro el pesar de que se hubiera acabado todo tan pronto. A veces, si uno de aquellos pobres perros meridionales, poco endurecido en la lucha, aullaba aterrorizado y moribundo, el hombre no podía contenerse y manifestaba su gozo con brincos y piruetas. Y ni un minuto apartaba los codiciosos ojos de Colmillo Blanco.
A este hombre, los otros del fuerte le llamaban Hermoso. Nadie sabía su nombre de pila, y, por lo general, los del país le apellidaban el Hermoso Smith. Pero si algo le faltaba, era precisamente hermosura. Por ser la antítesis de ella, debieron de llamarle así. Era feísimo; la naturaleza no podía haberse mostrado más avara con él. Empezaba por ser de muy escasa talla, y sobre la pequeña base de tal cuerpo descansaba una cabeza más pequeña aún. Podría decirse que remataba en punta, y lo cierto era que, de pequeño, antes de que le apodaran Hermoso, sus compañeros le llamaban Cabeza de Alfiler.
De cabeza pequeña y frente baja y notable por su anchura, la naturaleza, como si se hubiera arrepentido de mostrarse tan parca en el comienzo, decidió abrir la mano en las facciones. Sus ojos eran grandes, y entre uno y otro había distancia suficiente para que cupieran los dos. La cara resultaba prodigiosa respecto a lo demás del cuerpo. Para contar con mucho espacio disponible, fue dotada de una mandíbula inferior enorme, de marcado pragmatismo. Ancha, maciza, con gran proyección hacia delante y hacia abajo, parecía descansar sobre su pecho. Quizá aquella apariencia era debida a la fatiga del delgado cuello, que no podía, en rigor, con el peso de semejante volumen.
La vista de aquella mandíbula producía la impresión de un carácter feroz y decidido. Pero algo faltaba allí, o sobraba. Tal vez pecaba por exceso. El hecho era, sin embargo, que la impresión que daba no tenía nada que ver con la realidad. Todos sabían que el Hermoso Smith era el mayor cobarde del mundo, el lloraduelos más débil y tembleque que imaginarse pueda. Para completar su descripción, tenía los dientes grandes y amarillentos, y sus colmillos superiores, de mayor tamaño que los inferiores, sobresalían de los delgados labios como verdaderos colmillos perrunos. También sus ojos eran de un amarillo terroso, sucio, como si a la naturaleza se le hubieran acabado los pigmentos al llegar a ellos y hubiese mezclado los escasos residuos de sus tubos de colores. Lo mismo ocurría con el pelo, ralo, irregular en su crecimiento, de un ocre fangoso, impuro, y que brotaba en mechones singularísimos de la cabeza y del rostro, con aspecto muy semejante al de un trigal en que el viento agrupó las revueltas espigas. Para decirlo en una palabra: el Hermoso Smith era un monstruo, y él no tenía la culpa de serlo: así salió del molde. Cocinaba para los que vivían en el fuerte, les lavaba los platos y atendía a las demás faenas de la casa. No lo trataban con desprecio, sino más bien con una especie de amplia tolerancia, como la que suelen inspirar ciertos infelices para quienes bastante desgracia fue ya el nacer. Además, le temían. Sus enfurecimientos de cobarde les infundían el recelo de que el mejor día les dispararía un tiro por la espalda o les echaría algún veneno en el café. Pero ¡qué remedio! Alguien debía encargarse de la cocina, y por muy corto de alcances que fuera él para otras cosas, no cabía negarlo: sabía cocinar.
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Colmillo Blanco
AdventureColmillo Blanco - Jack London En las tierras inhóspitas de Yukón, un cachorro mestizo, con mucho más de lobo que de perro, empieza a descubrir cómo funciona el mundo. Con bastante sufrimiento, pero también con cierta satisfacción, aprende las leyes...