I Los productores del fuego

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TERCERA PARTE
LOS PRODUCTORES DEL FUEGO

De pronto, el cachorro se encontró ante aquella extraña visión. La culpa era suya: por falta de cuidado. Acababa de salir de la cueva y bajó corriendo al arroyo para beber. Tal vez no se fijó en nada porque se sentía soñoliento, pues había estado de correría toda la noche, yendo en busca de carne, y hacía un momento que se había despertado. Le era ya tan conocido el camino para llegar a la laguna formada por la corriente, que lo seguía sin el menor recelo y con frecuencia, sin que jamás le hubiera ocurrido nada.

Dejó atrás el pino derribado, cruzó el claro que formaba el bosque y se metió trotando entre los árboles. Entonces, y ambos hechos fueron simultáneos, vio y olfateó algo. Ante él, en cuclillas y silenciosas, aparecían cinco cosas vivas que él no había visto nunca hasta entonces. Aquello era su primer atisbo de la raza humana. Pero, a su vista, ninguno de los cinco hombres se apresuró a levantarse, ni le enseñó los dientes, ni gruñó. No se movieron, sino que continuaron allí silenciosos y amenazadores.

Tampoco él hizo el menor movimiento. Todos sus naturales instintos le habrían impulsado a huir desesperadamente si de pronto y por primera vez en su vida no hubiera surgido en él otro instinto que contrarrestara a aquellos. Lo que le obligaba a permanecer inmóvil era cierta sensación abrumadora de la propia debilidad y pequeñez. Aquello que delante de sus ojos tenía sí que era superioridad y poderío, algo que quedaba muy lejos de sus propios límites.

Nunca había visto hombres; pero cierto vago, oscuro instinto le estaba diciendo que era preciso reconocer en el hombre al animal que había sabido conquistarse la primacía sobre los demás en la tierra salvaje. El cachorro contemplaba al hombre no solo con sus propios ojos, sino también con todos los de sus antepasados..., con los ojos que se habían alineado formando un círculo, allá en la oscuridad, alrededor de las hogueras que protegían los campamentos de invierno; que acecharon desde una distancia algo segura y desde el corazón de la selva al extraño bípedo que era dueño y señor de todos los seres vivientes. El hechizo de la ley de la herencia pesaba sobre el lobato; el miedo, el respeto, hijo de siglos enteros de lucha; la acumulada experiencia de innumerables generaciones. Ese peso de la herencia dominaba con fuerza incontrastable al lobo que, después de todo, no era más que un cachorro. De haber sido mayor, seguro que hubiera huido. Ahora se limitó a acurrucarse, paralizado por el terror y ofreciendo ya su sumisión, como hizo toda su raza desde la primera vez que un lobo llegó a sentarse junto a la lumbre producida por los hombres y pudo calentarse.

Uno de los indios se levantó, echó a andar hacia él y se inclinó sobre su cuerpecillo. El cachorro se acurrucó aún más para aplastarse contra el suelo. Para él, lo desconocido se había encarnado en una forma concreta de carne y hueso que ahora bajaba a cogerlo. Involuntariamente, se le erizaron los pelos, retiró los labios y sus diminutos colmillos quedaron al descubierto. La mano que sobre él pendía tuvo un movimiento de vacilación, y el hombre habló entonces, riéndose al mismo tiempo, para decir:

-Wabam wabisca ip pit tah*.

Los demás indios se rieron también a carcajadas y le gritaron a su compañero que lo cogiera de una vez. La mano fue bajando lentamente, a cada instante más cerca de él, y los más encontrados instintos trabaron en el lobato una verdadera batalla. Sentía a la vez dos grandes impulsos: rendirse y luchar. Acabó por hacer una cosa y otra. Se sometió hasta que la mano estuvo a punto de tocarlo; pero entonces se rebeló y, rápido como el rayo, le clavó los dientes.

Un momento después recibía un vigoroso sopapo que lo tendió de lado en el suelo. Como por encanto, se desvaneció en él todo deseo de lucha. Su escasa edad y el instinto de sumisión se sobrepusieron a todo. Se sentó sobre los cuartos traseros y comenzó a gimotear. Pero el hombre cuya mano acababa de morder se había encolerizado de veras, y le atizó un nuevo golpe al otro lado de la cabeza. El animal volvió a sentarse y lloriqueó más amargamente que nunca.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora