II El cautiverio

374 24 5
                                    

Los días transcurrían repletos de enseñanzas para Colmillo Blanco. Durante el tiempo que Kiche estuvo atada al palo, él correteó por todo el campamento averiguando cosas, investigándolas, aprendiendo. Pronto llegó a saber cómo solían proceder los hombres, pero la familiaridad no engendró en él desdén. Cuanto más los iba conociendo, mas veía afirmarse su superioridad y más se manifestaba su misterioso poder. Seguía viéndolos como verdaderas divinidades.

Propio del hombre ha sido con frecuencia el dolor de ver destruidos sus dioses y derribados los altares en que se veneraban; pero al lobo y al perro salvaje que han llegado a prestar acatamiento al hombre no les ha ocurrido esto nunca. Ellos ven al hombre como un ser de carne y hueso, que puede tocarlos. Lo tienen delante andando a dos pies, garrote en mano, inmensamente poderoso, colérico o suave y cariñoso.

Para ellos es un dios hecho carne. Esto es lo que le acontecía a Colmillo Blanco. Los hombres eran para él dioses, indudable e inevitablemente. Como su madre, Kiche, les había rendido vasallaje desde la primera vez que les oyó pronunciar su nombre, él lo hacía también. Les reconocía el derecho de iniciativa, como cosa que indudablemente les pertenecía. Se apartaba a su paso para dejarles libre el camino. Cuando lo llamaban, acudía inmediatamente. A la menor amenaza, se agachaba a sus pies. En cuanto le mandaban que se fuera, echaba a correr, porque detrás de cada uno de los deseos del hombre existía siempre el poder que venía a reforzarlos, un poder que sabía hacer daño, cuyos medios de expresión eran los coscorrones y los garrotazos, las piedras que volaban por los aires y los latigazos que escocían.

Les pertenecía igual que el resto de los perros. Sus acciones se hallaban pendientes de lo que le mandaban. Su propio cuerpo les pertenecía, para manosearlo, pisarlo o simplemente tolerar su presencia. Había aprendido todo aquello rápidamente. Algo cuesta arriba se le hacía tener que ponerse en contradicción con los fortísimos y dominantes impulsos que eran propios de su naturaleza; pero aunque le repugnaba aprender a doblegarse, se iba acostumbrando a hacerlo y, casi sin darse cuenta, empezaba ya a hallar placer en ello. Era un modo de entregar su destino a manos ajenas, de evadirse de las responsabilidades de la vida. Y ya esto llevaba en sí cierta compensación, porque siempre es más fácil descansar en otro que depender de uno mismo.

Pero esa entrega de sí mismo, en cuerpo y alma, por decirlo así, no fue cosa de un día. No era posible la inmediata renuncia de su herencia salvaje y de todos los recuerdos de su vida en libertad. Hubo días en que se arrastró hasta el propio borde del bosque, y se quedó allí de pie, escuchando algo que lo llamaba allá a lo lejos. Y siempre volvía de allí inquieto, violento, para llorar suave y pensativamente junto a Kiche, y lamerle la cara con interrogante ansiedad. No cabe duda de que luchaba ante aquella forzada sumisión.

Colmillo Blanco aprendió rápidamente las costumbres del campamento. Conoció la injusticia y la voracidad de los perros mayores cuando les arrojaban las raciones de carne o de pescado. Sacó en conclusión que los hombres eran más justos, más crueles los niños, y las mujeres mas amables y más inclinadas a echarle un pedazo de carne o un hueso. Y después de dos o tres dolorosas aventuras con madres de cachorros algo mayores ya, adquirió el convencimiento de que siempre era prudente no meterse con ellas, tenerlas a la mayor distancia posible y evitar su encuentro cuando se acercaban.

Pero la causa de sus desdichas era Lip-Lip, pues Colmillo Blanco se había convertido en objeto especial de sus persecuciones. El lobato se batía de buena gana, pero siempre salía perdedor. Su enemigo era para él demasiado voluminoso. Llegó a convertirse en su pesadilla. En cuanto se apartaba de su madre, aparecía inmediatamente el bravucón, lo seguía pisándole los talones, gruñendo, molestándolo y esperando el momento oportuno en que no hubiera delante ningún hombre para echársele encima y obligarlo a la lucha. Como Lip-Lip siempre ganaba, gozaba con ello enormemente. Aquellas luchas eran el mayor placer de su vida, como resultaban para Colmillo Blanco su mayor tormento.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora