IV La voz de la raza

242 21 0
                                    

Transcurrieron los meses. Abundaba la comida en las tierras del sur y el trabajo era escaso, con lo que Colmillo Blanco engordaba y la vida le parecía próspera y agradable. Aquello no solo era el sur geográficamente hablando, sino la vida meridional con todo lo que ella trae consigo. La amabilidad de aquella gente era como un sol que lo confortaba con su suave calor, y a su influjo se sentía como una flor plantada en rica tierra. Y sin embargo, continuó siendo diferente a los demás perros. Mejor que ellos, que nunca conocieron otra clase de vida distinta de aquella, había aprendido lo que consideraba ser la ley del país, y la observaba con más rigurosa exactitud aún; pero todavía le quedaban vestigios de cierta oculta ferocidad, como si la vida salvaje se prolongara en su interior y el lobo no estuviera en él mas que dormido. No era en sus relaciones con los otros perros como un camarada más. Había vivido siempre solo con respecto a los de su raza, y solitario seguiría viviendo. Ya desde cachorro, por culpa de la persecución de Lip-Lip y sus compañeros, y después en las luchas a las que lo había obligado Smith, adquirió una aversión invencible hacia los perros. El curso natural de su vida se había desviado, y apartándose de los de su raza, se acercó a los hombres.

Por otra parte, no había un perro entre los de aquellas tierras que no lo mirara con recelo. Despertaba en ellos su instintivo miedo de todo lo que constituía la vida salvaje, y siempre lo recibían con gruñidos o ladrándole y manifestándole su constante enemistad de beligerantes. Él, por otra parte, aprendió que ni siquiera era necesario que hiciese uso de los dientes para habérselas con ellos. Resultaba de parecida eficacia mostrárselos encogiendo los labios, pues raro era que esta sola amenaza no bastara para detenerlos en plena arremetida y obligarlos a quedarse sentados sobre las patas traseras.

Pero había un tormento que le agriaba la vida a Colmillo Blanco: era Collie. No lo dejaba en paz ni un momento. Ella no se acomodaba a las prescripciones de la ley con tanta facilidad como él. No valían los constantes esfuerzos del amo para que ambos se reconciliaran. Ante él mismo se gruñían áspera y nerviosamente. La perra nunca le perdonó el incidente que dio por resultado la matanza de gallinas, persistiendo en creer que su intención no podía ser peor, que debía ser castigado, y a tal creencia se ajustaban sus actos. Así llegó a ser para él una verdadera calamidad. Lo perseguía como un policía por las dependencias de la casa y hasta en los campos. Bastaba con que el pobre se atreviera a mirar curiosamente a un palomo o una gallina, para que armara ella un alboroto con sus indignados y rabiosos ladridos. El procedimiento que mejores resultados le dio al perseguido, ante tamaña insistencia, fue el hacer caso omiso de la perra, echarse con la cabeza entre las patas delanteras y fingirse dormido. Esto la dejaba tan perpleja que se callaba muy pronto.

A excepción de las dificultades con Collie, todo lo demás iba perfectamente para Colmillo Blanco. Sabía dominarse, había conseguido cierto sereno equilibrio en sus actos y conocía a fondo los mandatos de la ley. Se hizo grave, sosegado y filosóficamente tolerante. No vivía ya en un medio hostil en el que lo amenazaban constantemente los peligros, la perspectiva de algún daño o de la muerte. Con el tiempo, lo desconocido, aquel fantasma terrorífico que anunciaba males inminentes, se había desvanecido. La vida era ahora cómoda. Se deslizaba suavemente, sin tropezar con escollos.

Una cosa echaba de menos, sin darse cuenta de ello: la nieve. De haber sido capaz de formular sus ideas, hubiera dicho de aquel clima que era un verano que se prolongaba más de lo debido; pero lo único que en realidad le faltaba a él allí, de un modo vago, inconsciente, era la nieve. Durante el calor del verano, cuando el sol llegaba a molestarlo, sentía cierta vaga nostalgia, cierto anhelo, de las tierras del norte. No le producía esto, sin embargo, otro efecto que el ponerlo inquieto, agitado, sin saber lo que le pasaba.

Colmillo Blanco nunca había sido muy comunicativo. Aparte de su costumbre de arrimarse al amo, apretándose contra su cuerpo, o de poner una nota especial y culminante en un gruñido, no tenía otro modo de expresar su cariño. Siempre le había impresionado grandemente la risa de los hombres, que lo enloquecía, lo sacaba de tino de puro encolerizado; pero cuando el que se reía de él era su amo, que lo hacía bondadosamente, sin mala intención, solo como un juego, entonces él no era capaz de enojarse, sino que se quedaba desconcertado, confundido. Por un lado sentía el aguijón de la rabia, que también conocía; pero por otro sentía amor.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora