V El Lobo durmiente

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Por aquella época, los periódicos dedicaban columnas a un reo, convicto y confeso, que acababa de fugarse de la cárcel de San Quintín*. Era un hombre feroz, malo por naturaleza y por el influjo del medio social en que había vivido. La sociedad tiene la mano dura, y aquel malvado era ejemplo vivo de cómo esa mano modela a las criaturas. Esta resultó una fiera... Fiera humana, es verdad; pero de tal calibre que debería clasificarse entre los animales carnívoros.

En la prisión ya demostró aquel hombre que era incorregible. Ni el castigo pudo dominarlo. Luchando, era capaz de dejarse matar sin pronunciar una sola queja, aunque estuviera loco furioso; pero fuera de la lucha, la vida le parecía imposible si alguien se veía con derecho a pegarle. Cuanto más se rebelaba, más duro era el trato que recibía, lo que solo conseguía aumentar su fiereza. Ni los palos ni el hambre podían con él, y por muy equivocado que el procedimiento fuera, a él se había visto sometido desde su más tierna niñez. Ahora ya era tarde para cambiar.

Durante la tercera condena que sufría en la cárcel, se encontró Jim Hall, que este era su nombre, con un guardián de tal brutalidad que superaba la suya propia. El prisionero fue tratado por él con la mayor injusticia y crueldad, acusándolo de faltas que no cometía, desacreditándolo aún más de lo que estaba y haciéndolo objeto de constante persecución. La única diferencia que existía entre aquellos dos hombres era que el guardián llevaba un manojo de llaves y un revólver, mientras que Jim Hall no contaba más que con manos y dientes para clavárselos en el cuello a su mortal enemigo, o para arrojarse contra él de un salto, igual que hubiera hecho un animal salvaje que acabara de salir de la selva.

Después de esto, trasladaron a Jim Hall a la celda de aislamiento, que tenía el suelo, las paredes y el techo de hierro. Allí permaneció tres años, durante los cuales no salió de su encierro ni una sola vez, sin ver nunca el cielo ni la luz del sol. De día, la claridad era allí como el crepúsculo; de noche reinaban las tinieblas y el silencio. Una tumba de hierro, en fin, donde el hombre estaba sepultado en vida. Ni un rostro humano: nadie con quien cruzar la palabra. Cuando le arrojaban el alimento, lo recibía con un gruñido semejante al de un animal salvaje. Su odio era inmenso. Se pasaba días y noches enteras vociferando insultos contra el universo durante semanas y meses, devorando su rabia en la oscura soledad. Era un hombre y un monstruo al mismo tiempo, tan horrible que en él la realidad superaba a los más espeluznantes engendros de la fantasía.

Una noche, el preso se fugó. De imposible calificaron el hecho los empleados superiores de la cárcel; pero la celda estaba vacía y en el umbral de la misma yacía el cuerpo de uno de los guardias. Los cadáveres de otros dos marcaban el rastro seguido por el fugitivo a través de la prisión, hasta llegar a los muros exteriores, y en ninguno de ellos había señales de que la muerte hubiera sido causada por arma alguna. El criminal solo usó las manos, para evitar todo ruido.

Luego se apoderó de las armas de los asesinos y, convertido en un arsenal viviente, huyó al monte, donde fue perseguido por todo el poder organizado de la sociedad. Se puso precio a su cabeza, ofreciendo por ella una fuerte suma de oro, y avaros campesinos salieron en su busca con simples escopetas de caza. Con su sangre pensaban cancelar la hipoteca pendiente o reunir lo necesario para poder educar a sus hijos en buenos colegios. El espíritu de ciudadanía llevó a otros a coger su rifle y lanzarse en seguimiento del fugitivo, mientras jaurías enteras se dedicaban a descubrir las huellas de sus ensangrentados pies. Y los otros sabuesos ventores*, los agentes de policía secreta, no abandonaban un momento su rastro, no dando paz al teléfono, al telégrafo o a los trenes especiales.

A veces daban con él, y los perseguidores le hacían frente, portándose como héroes o huyendo ignominiosamente a través de las cercas de alambre espinoso. Eso causaba la hilaridad de los otros ciudadanos menos emprendedores que leían tranquilamente las noticias en un periódico a la hora del desayuno. Tras estos encuentros, se llevaban a las ciudades a los muertos y heridos, y pronto iban a ocupar su sitio otros hombres ansiosos de tomar parte también en aquella especie de caza.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora