III Las posesiones del dios

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La naturaleza de Colmillo Blanco lo predisponía a adaptarse a todo, pero además, al estar acostumbrado a los cambios de residencia, comprendía la importancia y necesidad de la adaptación. Allí en Sierra Vista, que era el nombre de la posesión del juez Scott, pronto empezó a sentirse como en su propia casa. No tuvo ya que volver a pelearse seriamente con los otros perros. Estos sabían mucho más que él acerca de los usos y costumbres de los dioses en aquellas tierras del sur, y a sus ojos, el intruso adquirió extraordinaria importancia al ver que acompañaba a los amos en el interior de la casa. Por más lobo que fuera, y aunque el caso fuera una excepción, los dioses acababan de autorizar su presencia allí, y a los perros no les tocaba más que aprobar lo hecho por los dueños.

Dick se resistió algo al principio; pero hubiera acabado por ser excelente amigo de Colmillo Blanco si este no hubiera sido siempre tan opuesto a hacer amigos. Lo único que él les pedía a los otros perros era que lo dejaran tranquilo, que no se metieran con él. Toda su vida había sido un solitario, y esto era lo que deseaba seguir siendo. Los avances de Dick para él eran una molestia, y pronto procuró mantenerlo a distancia. En el norte había aprendido que los perros del amo debían ser respetados, y no olvidó ahora la lección que le enseñaron; pero una cosa era esto y otra que él perdiera la libertad de vivir encerrado en sí mismo. Y así hizo caso omiso de Dick hasta que el pobre animal, que no tenía mal fondo, acabó por mirarlo con la misma indiferencia con que miraría una de las estacas clavadas en la pared del establo.

No ocurría lo mismo con Collie. Esta lo aceptaba porque así lo mandaban los dioses; pero no le parecía que fuera ello razón suficiente para dejarlo en paz. Todos los crímenes cometidos por los de la casta de Colmillo Blanco clamaban venganza, y ni en un día ni en toda una generación podían olvidarse las innumerables víctimas que siempre habían causado a los rebaños. Aguijoneada por la antipatía que sentía por el intruso, ya que no podía atacarlo directamente, delante de los dioses, se dedicaba a hacerle la vida desagradable por todos los medios que estaban a su alcance. Entre ambos existía una antigua, hereditaria rivalidad, y ya se encargaba ella de recordársela continuamente.

Aprovechándose, pues, de los privilegios de su sexo, la perra no perdía ocasión de molestarlo e, incluso, de maltratarlo. Por un lado, el instinto le impedía devolver los ataques; pero, por otro, la insistencia de estos era tal que resultaba imposible no hacerle el menor caso. Cuando Collie arremetía contra él, le volvía generalmente la espalda, que su abundante pelaje protegía contra los dientes de su enemiga, y se alejaba muy tieso y majestuoso; pero cuando los ataques arreciaban demasiado, no tenía más remedio que apartarse describiendo círculos, en los que solo le presentaba un lado del pecho, mientras mantenía la cabeza vuelta hacia el otro lado, mostrando en la cara y en los ojos una expresión que indicaba que su paciencia tenía un límite. Alguna vez, sin embargo, un mordisco dirigido a sus cuartos traseros le hacía acelerar el paso de un modo que carecía en absoluto de majestad; pero por lo general lograba conservar su aire digno, casi solemne. Procuraba demostrar que, para él, era como si la perra no existiera, apartándose de donde ella estaba. En cuanto la veía o la oía venir, se levantaba y se marchaba.

Eran muchas las cosas que Colmillo Blanco tenía que aprender. La vida en las tierras del norte resultaba de una sencillez extrema, comparada con las complicaciones de Sierra Vista. En primer lugar, tuvo que enterarse de todo lo relativo a la familia de su amo. En cierto modo contaba para ello con precedentes que le facilitaban el trabajo. Así como Mit-sah y Kloo-kooch pertenecían a Castor Gris y partían con él la comida, la lumbre y las mantas, también en Sierra Vista todos los moradores de la casa pertenecían a su maestro de amor.

Pero había varias diferencias. Sierra Vista resultaba muy superior a la choza de Castor Gris. Las personas que aquí vivían eran muchas: el juez Scott y su mujer; dos hermanas del dueño, llamadas Beth y Mary; la esposa del mismo, Alicia, y los dos hijos del matrimonio, Weedon y Maud, chiquillos de cuatro y seis años, respectivamente. Así no había modo de que alguien le explicara a él quiénes eran tales personas y los lazos de familia que las unían. Sin embargo, se formó la idea de que todos ellos pertenecían a su amo. Luego, por mil detalles: el estudio de sus actos, palabras y hasta entonaciones de voz, fue aprendiendo lentamente los grados de intimidad y de cariño que los unían a todos con su amo, y de acuerdo con esta especie de escala que él adivinó, los trató de una manera o de otra. Lo que su dueño y señor apreciaba, lo apreciaba él también; lo que él quería, lo quería el perro, que se convirtió en su celoso guardián.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora