Smith le quitó la cadena y retrocedió unos pasos.
Por primera vez en su vida, Colmillo Blanco no procedió al ataque inmediatamente. Se quedó quieto, hacia delante las puntiagudas orejas, avizor y furioso, estudiando al raro animal que tenía frente a él. jamás había visto un perro semejante. Tim Keenan lo azuzó murmurándole: «¡A él!».
El dogo* se dirigió balanceándose hacia el centro del círculo, torpe en el porte, corto de patas y algo agachado. Se paró y miró gruñendo a Colmillo Blanco. Entonces se oyeron gritos de: «¡Duro con él! ¡Embiste, Cherokee! ¡Cómetelo!».
Pero Cherokee no parecía tener prisa ni muchas ganas de pelearse. Volvió la cabeza hacia los que lo animaban y parpadeó, moviendo al mismo tiempo, con aire campechano, aquel muñón que tenía por rabo. No era que tuviese miedo, sino pereza de empezar. Además, no entendía que tuviese el deber de luchar contra aquel perro que le habían puesto delante, de raza desconocida para él, y esperaba que le trajeran otro, el verdadero.
Tim Keenan se adelantó y, agachándose, comenzó a pasarle la mano por el lomo a Cherokee; pero a contrapelo y con movimientos que lo impulsaban hacia delante. Aparte de lo que de sugestión tenían aquellas caricias, producían sobre la piel un efecto irritante, por lo que pronto el dogo comenzó a gruñir suave y roncamente. Existía cierta correspondencia entre el ritmo de aquellos gruñidos y los movimientos que ejecutaban las manos del hombre. Los primeros se detenían al llegar los segundos a su punto culminante; cesaban después y volvían a empezar. Bruscamente, como una sacudida, sonaba el gruñido.
No dejó esto de producir también su efecto sobre Colmillo Blanco. Lo contemplaba con los pelos y el pecho tiesos. Tim Keenan le dio un empujón final al dogo y volvió a su sitio. El animal continuó por su propia voluntad emprendiendo una rápida carrera que hizo que pareciera más patizambo que nunca. Entonces, Colmillo Blanco se le echó encima. Un grito de sorpresa y admiración brotó del público. De un salto, más propio de un gato que de un perro, acababa de salvar la distancia que los separaba, y con la misma felina rapidez le clavó los colmillos, desgarrando, y echándose luego a un lado de otro salto.
Al perro de presa le corría la sangre por detrás de una oreja a consecuencia de la herida en la parte alta del cuello. No dio la menor señal de dolor, y, mudo, se volvió para perseguir a su enemigo. El juego desplegado por ambos perros, la rapidez del uno y la tranquila firmeza del otro habían excitado a la multitud, dividida en dos bandos, y entre los hombres se cruzaban primeras apuestas o se doblaban las anteriores.
Colmillo Blanco atacó repetidas veces, hiriendo siempre y apartándose ileso; pero su raro enemigo lo seguía, sin apresurarse mucho ni mostrar excesiva lentitud, aunque con la más firme decisión, atento a realizar su propósito. Porque era evidente que había un plan que inspiraba su método de lucha: que se proponía algo, de lo cual nada era capaz de distraerlo.
En su aire, en todos sus actos, existía el sello de aquel oculto designio. A Colmillo Blanco aquello llegó a desconcertarlo. jamás se había hallado con un perro semejante. Comenzaba por tener largo pelo que le protegía el cuerpo, que era blando y sangraba con facilidad. Al morderle, no hallaba, como en otros casos, un espeso pelaje que le parara los dientes, sino que estos se hundían con facilidad en la carne, sin que el animal pudiera defenderse. Y otra cosa que lo tenía perplejo era que apenas se quejaba, que no alborotaba, como hacían los demás que él conocía. Aparte de gruñir o de ladrar alguna vez, se mantenía silencioso. Y nunca dio muestras de flaqueza en su constante persecución.
No era que Cherokee fuese lento en actuar. Se revolvía y giraba con bastante rapidez; pero nunca hallaba a Colmillo Blanco en el sitio que él esperaba. También a él le tenía aquello perplejo. No estaba acostumbrado a encuentros en los que era imposible hacer presa. El deseo de agarrarse para luchar había sido siempre mutuo entre ambos combatientes en todas sus peleas; pero ahora se encontraba con uno que era diferente, que se mantenía de continuo a cierta distancia, bailoteando con el cuerpo aquí y allá y en todas partes. Y cuando mordía, era como al vuelo, sin aguantar, sino saltando y saliendo disparado como un rayo.
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Colmillo Blanco
AventuraColmillo Blanco - Jack London En las tierras inhóspitas de Yukón, un cachorro mestizo, con mucho más de lobo que de perro, empieza a descubrir cómo funciona el mundo. Con bastante sufrimiento, pero también con cierta satisfacción, aprende las leyes...