V La ley de la carne

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El cachorro iba desarrollándose rápidamente. Descansó durante dos días y luego se arriesgó a salir nuevamente de la cueva. En esa ocasión se encontró con la comadreja pequeñuela cuya madre había él ayudado a devorar, y tuvo buen cuidado de que la hija siguiera el mismo camino. Pero en esta correría no se perdió como en la otra. Cuando se halló muy fatigado, supo volver a su covacha y dormir en ella. Y después de esto, no hubo día en que no saliera de su escondrijo y fuese extendiendo más su radio de acción.
Comenzó por medir bien sus fuerzas y su inherente debilidad, procurando ser audaz o cauto según le conviniese en el momento oportuno. Lo que creyó más práctico fue mostrarse cauto siempre, exceptuando solo aquellos raros momentos en que, seguro de su propia intrepidez, se dejaba llevar por pasajeras rabietas o codiciosos impulsos.
Se ponía hecho una furia cada vez que tropezaba con alguna perdiz de las nieves que andaba perdida. No dejó nunca de contestar airado y ferozmente a la charla de aquella misma ardilla que encontró antes en el derribado pino. Solía enfurecerse también hasta lo indecible al encontrarse con cualquier pájaro de la misma especie de aquel que se había tomado la libertad de darle un picotazo en la nariz, cosa que no olvidó nunca.

Pero ocasiones había en que estos mismos pájaros lo dejaban indiferente. Solía ocurrir cuando sentía la impresión de hallarse en peligro por culpa de algún otro merodeador que iba en busca de carne. No se borraba de su memoria el recuerdo del halcón, y la sombra que cualquiera de ellos proyectaba al cruzar los aires lo obligaba indefectiblemente a ocultarse entre la maleza. No se arrastraba ya para andar ni se tambaleaba, sino que iba aprendiendo aquella marcha especial de su madre, que parecía deslizarse furtiva, como sin esfuerzo alguno, pero que avanzaba con una rapidez que era imposible de alcanzar y que resultaba casi imperceptible.
En el hallazgo de la carne, la suerte se mostró con él más favorable al principio que después. Los siete perdigones del nido y la comadreja chiquita constituían todo el botín que había logrado recoger. Su deseo de matar fue aumentando de día en día, el hambre lo acuciaba a soñar en apoderarse de la ardilla que tan volublemente charloteaba, contándoles a cuantos seres salvajes se albergaban allí la proximidad del lobato. Pero cuando los pájaros volaban por los aires y las ardillas trepaban a los árboles, lo único que el cachorro podía hacer era acercarse a una de ellas, arrastrándose y sin ser visto, mientras se hallaba en el suelo.

Al lobezno, su madre le inspiraba un gran respeto. Ella sí que podía procurarse carne, y nunca dejaba de traerle su ración. Además, no le temía a nada. No se le ocurría que su falta de miedo era hija de la experiencia y de los conocimientos adquiridos. El efecto que a él le producía era una gran impresión de fuerza, de poder. Su madre representaba para él el poderío, y a medida que iba creciendo, lo sentía en los duros avisos que le daba a zarpazos. Al mismo tiempo que las hocicadas con que le reprendía al principio eran sustituidas por dentelladas. También por ello respetaba a su madre. No tenía más remedio que obedecerla, porque a esto lo obligaba, y cuanto mayor se iba haciendo él, mayor era también el mal genio que ella mostraba.
Llegó de nuevo el hambre, y el cachorro, que tenía ya más clara conciencia de las cosas, sintió su tortura. La loba se iba quedando demacrada en la continua búsqueda de la carne. Apenas si dormía ya en la cueva; la mayor parte de su tiempo lo empleaba en cazar, pero sin éxito. No fue muy prolongada el hambre, pero sí durísima. El cachorro no obtuvo ni una gota de leche de su madre y tampoco podía devorar ni un bocado de carne.
Si antes cazó por juego, meramente por el placer que esto le proporcionaba, ahora lo hizo con ansias, ansias mortales, y no halló nada absolutamente. Y sin embargo, el fracaso mismo aceleró su desarrollo. Estudió más cuidadosamente las costumbres de las ardillas y se esforzó en desplegar mayor habilidad para acercarse a ellas y cogerlas por sorpresa. Se dedicó a observar también a los musgaños* e intentó sacarlos de sus madrigueras. Aprendió igualmente infinidad de cosas relativas a costumbres de los pájaros, por ejemplo, de los picoverdes. Y llegó ya un día en que el vuelo de la hembra del halcón dejó de impresionarle. Ya no huía agachado para ocultarse entre la maleza. Era ya más fuerte, avisado y se sentía más seguro de sí mismo. Por otra parte, estaba furioso. Así pues, se sentó sobre sus cuartos posteriores de modo muy visible en un espacio completamente despejado, y desafió al halcón a que bajara del alto cielo. Porque sabía que aquello que flotaba en la azul esfera era carne, la carne que su estómago reclamaba con tanta insistencia. Pero el halcón no quiso descender y aceptar el combate, y el cachorro volvió a arrastrarse ocultándose entre las matas para lloriquear allí amargamente su desengañó y su hambre.

Colmillo BlancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora