VI

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—Las aves mensajeras, ¿son prisioneras de sus dueños, o de sus mensajes? —preguntó Voldemort, mientras le extendía una pluma y un pergamino. Era una pluma estilográfica muggle, con el tintero en su interior, maciza en su mano del plateado más intenso.   

Harry lo examinó con atención.

—De sus mensajes —susurró en respuesta—. Las aves mensajeras son criadas para ser mensajeras. Adiestradas, sus dueños para ellas no son más que parte del sistema de mensajes que están obligadas a llevar desde que nacen. Y lo llevan así estén al borde de la muerte. Su vida se resume a los mensajes; pueden volar y ser libres, pero siempre tendrán una carta entre las patas, palabras en el pico. Están prisioneras en su libertad —comprendió abruptamente Harry.

Voldemort le obsequió una sonrisa orgullosa.

—Puedes enviar una carta —señaló: un escritorio macizo de caoba, una luz mágica parpadeante iluminándole lo suficiente para que observara las letras en los rincones oscuros de la mansión Riddle, esta vez en el estudio de trabajo del mismo Voldemort. Líneas oscuras recorrían la madera, y Harry pasó sus dedos por ellas, imaginándose qué habría vivido aquel escritorio.

Harry se sentía como un animal siendo adiestrado. Todo estímulo trae una respuesta. Los días le habían dado paso a las semanas, y las semanas al mes. Podía contar con los dedos de una mano las veces en las que Voldemort no se había presentado ante él y había hablado, simplemente hablado, hablado lo suficiente para crearle preguntas, crearle dudas, crearle palabras.

Todo estímulo trae una respuesta; y Harry era un avecilla que fingía salvajismo mientras intercambiaba respuestas por comida, secretos por un baño, incógnitas resueltas por una caricia enredada a sus cabellos, una manta para el suelo frío, un blando catre para su espalda adolorida.

Y, a la vez, Harry parecía estar buscando su libertad. Toda acción corresponde a una reacción. Comida que podría estar, o no, cargada de veneno y el azar o su lógica conseguían que evitara comerla o no. El baño cargado de agua tibia significaba desnudarse frente a Voldemort y dejarle que sus dedos restregaran su cabello y, a veces, hundieran su cabeza bajo el agua. Confía, pero no confíes. Resistirse era morir, pero aguantar la respiración en pacífico silencio era desesperación. La caricia a sus cabellos era, casi siempre, después de gritos y sus dedos retorciéndose en busca de arrancarse la piel, el corazón del pecho, los huesos que quemaban de la carne. La manta que raspaba sus heridas y quemaba contra su piel desnuda. El catre que era una blanda ilusión a la cual podía trepar solamente cuando Voldemort le tomaba en sus brazos y lo cargaba hasta él, todo su cuerpo incapaz de moverse del dolor.

¿Qué era él? ¿Qué había sido? ¿Ave salvaje, ave cautiva; ave adiestrada, ave libre? Las rectas se tornaban sinuosas curvas en descenso y ascenso de forma vertiginosa.

Harry cogió la pluma y el pergamino. Esperó, pero las palabras no llegaron a su mente. ¿A quién escribiría aquella carta? ¿Dumbledore, pidiéndole ayuda? ¿Sus padres, tranquilizándoles y diciéndoles que conseguiría escapar? ¿Sus amigos, exigiéndole que investigaran su paradero...?

Ave cautiva.

Harry cerró los ojos.

—No escribiré ninguna carta.

Los dedos de Voldemort ya estaban allí, apartando el pergamino y la pluma. Harry observó cómo Voldemort enrollaba el pergamino y lo colocaba, junto a la pluma, en un cajón vacío a la derecha. Está aquí, avecilla, parecía decirle. Estoy tentando tu libertad. ¿Eres libre aquí? ¿Te sientes a salvo?

Harry movió su mano y Voldemort la sostuvo entre las suyas. Piel pálida contra piel pálida, y las examinó, palma contra palma. Dedos blancos y alargados, uñas apenas largas y puntiagudas. Dedos más cortos, huesudos y con los nudillos resaltando en la mano junto a venas azules, tendones sobresalientes, huesos y delgadez.

Voldemort tiró de su muñeca, alzándolo en sus pies y observándole. Jamás nadie lo había observado así antes, notó Harry. Los ojos rojos se perdían en cada fragmento de su rostro y en su rostro por entero. Parecía calibrar que la distancia entre sus cejas era diferente a la de sus ojos, o que una de ellas era más espesa que la otra; quizá podía llegar a ver la pequeña cicatriz blanquecina en su labio superior donde un gato le había arañado de bebé; quizá podía evaluar la evolución de las marcas que él mismo había dejado en su rostro, tratándolas a la manera muggle diariamente, sanando con dolor.

¿Te sientes a salvo?

Do we feel safe?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora