XI

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—Mi muchacho, ¡que agradable sorpresa verte!

Invierno de su sexto año en Hogwarts. Seis años llevando uniformes negros y azules y bronces. Seis años respondiendo incógnitas para ir a dormir. Seis años sosteniendo las respuestas en la punta de la lengua. Debes ser lo mejor, Harry. Y su madre acariciaba sus cabellos. Debes ser fuerte, valeroso y espontáneo. ¡No dejes que los libros mengüen tus ansias de aventuras! Y su padre reía a carcajadas. Y que el deseo por el conocimiento no cieguen tus deseos de justicia. Y Dumbledore, de pronto, se transformaba en el titiritero de aquella macabra obra, aquel que cortaba las libertades con las tijeras, aquel que lo enredaba todo con sus hilos y lo apresaba y enloquecía a todos con sus mentiras y manipulaciones.

¿Cómo ser libre si las cadenas te la imponen tus propios instintos?

Harry, quizá, no quería la libertad. No al menos ahora que había encontrado que su libertad estaba limitada por la ambición de ser diferente. No quería ser libre. Pero su libertad desposeída tampoco le pertenecía; era libre, pero era libre en los brazos de otra persona, en las paredes de su encierro, en la agitación desvariada y turbulenta de vertiginosas emociones sin nombre.

Avada Kedavra.   

Dumbledore no fue capaz de hablar. Su boca se abrió, sus ojos observándole sin ver una última vez, mientras el cadáver anciano descendía en picada desde la torre de astronomía.

¿Quién dijo que no se podía utilizar imperdonables en Hogwarts, eh? Nadie podría limitar a un alma con tanta libertad que era capaz de cedérsela a otra persona.

Do we feel safe?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora