Se acercaban los tiempos de lluvia en un intrascendente pueblo montañés, era una bendición que los cultivos de aquella localidad recibiesen el sustento vital, y una mladición las inundaciones posteriores. Uno de los jóvenes más devotos a disfrutar las torrenciales caídas de agua era Miguel Medrán o "Miguelito" como se le referían en el pueblo, solían criticarle su emoción ante las precipitaciones y era tomado como un tonto que se convertía en centro de burlas constantemente, pero esto jamás lo detenía, él disfrutaba el tiempo de lluvia con alegría y eso era lo importante. Algunas veces le llegaban a preguntar qué era lo maravilloso que le veía a la lluvia, y él solo podía describir detalladamente el fresco goteo que caía sobre su piel, experimentaba lo que en realidad es parte de la esencia y la belleza que nos proporciona la naturaleza a diario, que usualmente pasa desapercibida ante la mayoría de los seres humanos. <<Tú eres loco>>. Esa era la oración favorita de todo el que lo veía.
Sin embargo, él no era el único al que se le criticaba, a unos cientos de metros de la casa de Miguelito se sentaba un viejo a tocar el violín y pedir limosnas, justo en los bancos de aquella pequeña plaza, muchos lo consideraban un indigente o un caso perdido, pero al mirarlo de cerca no parecía estar tan demente como se contaba, él no conseguía pronunciar una palabra, su silencio de habla no era obstáculo para su expresión, su música era muestra de sus sentimientos, las notas se dispersaban comunicando la armonía de alguien que toca con el corazón, es difícil no sentir gran respeto por alquien que transforma madera y cuerdas en obras de arte, en placer para los oídos de la gente, se notaba que no lo hacía por el dinero, lo que lograba reunir a penas alcanzaba para comer, pero no necesitaba más que propagar su arte y expresarse de la mejor manera que Dios le había permitido.
Era gran casualidad que justo donde aquel viejo músico iba a comprar la poca comida que el dinero le permitía, en un restaurante caracterizado por tener extravagancia hacia el paladar, se erigía un chef muy dedicado a hacer cada comida más deliciosa que la anterior, su mejor método para lograrlo era probándolas todas. En el pueblo se rumoraba que todos sus platillos traían su saliva encima y era poco salubre en las preparaciones, pero él hacía oídos sordos y siempre intentaba combinaciones nuevas tratando de saborear aquel platillo que considerase una obra maestra, también expresaba que su parte favorita al cocinar era probar sus creaciones, sentía total placer por degustar sus cada vez más sabrosas hazañas y que si la vida tenías varias maneras de disfrute seguramente el comer sería una de las primeras. Algo que también sobresalía en aquel recinto era el muy particular ayudante del chef, tenía ascendencia árabe y lucía una gran nariz con la que siempre se encargaba de avisarle al chef cuando algo se estaba quemando o estaba pasado de condimentos, era realmente útil tener a alguien que pudiese distinguir tan bien los olores, sobretodo cuando se trataba de ir a comprar especias al mercado. Y realmente era un buen cocinero, podía presenciar el ardor cuando agregaba ajíes a sus comidas, la dulce esencia de la miel que agregaba a sus postres, el agradable olor de las flores que adornaban su establecimiento, y por sobre todo, lo que más le encantaba era el olor de los perfume de las damas que acudían al negocio, contagiarse con el mundo de las fragancias es algo que complementa experiencias y les da un toque mucho más agradable, aunque en ciertas ocasiones el cocinero árabe solía oler los hedores de alcantarillado al pasar por lugares contaminados de la localidad. No obstante, el placer de absorber algo más que oxígeno por nuestras fosas nasales nunca está de sobra.
En este pequeño pueblo también había una sencilla pero elegante boutique, el regente Armando se encargaba de mantener a la moda a todas las damas y caballeros que lo visitaban, era increíblemente detallista, reconocía gamas interminables de colores con diferencias tan ínfimas entre sí que parecía obra de un fenómeno, en las ropas de su tienda no había atuendos que no se viesen de primera calidad, alababa la belleza de las personas que entraban en su tienda, era muy bueno para detallarlos físicamente, pero lo que realmente le llamaba la atención de los clientes era lo que veía a través de sus ojos, gestos y expresiones. Detallar esa clase de cosas es lo que le falicitaba distinguir la clase de persona que tenía en frente, él crepia en lo que veía, no en lo que le decían y nada le contentaba más que ver los ojos brillosos de felicidad de sus clientes al comprar sus atuendos.
En aquel intrascendente pueblo había personajes que no solo se distinguían del resto por sus capacidades, sino también por la felicidad que sentían al expresar lo que sentían y la bendición de poder contar con la satisfacción de poder sentir lo que hacen y hacerlo de corazón, atravesando con sus sentidos todas las experiencias tanto buenas como malas que formaron parte de las memorias de euforia y alegría, que los hicieron sonreír cada vez que recurrían al baúl de los recuerdos.
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El Bastión de los Relatos
Short StoryUna recopilación de cuentos y ensayos que abarcan distintas temáticas. Teniendo como objetivo entretener a los buenos lectores.