Capítulo Dos

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El áthame está descansando en su jarra de sal, enterrado has ta el mango en cristales blancos. El sol de la mañana que entra por la ventana golpea el vidrio de la jarra y se refleja en todas direcciones con un color dorado brillante, casi como un halo. Mi padre y yo solíamos sentarnos para mirar el cuchillo, hundido en esta misma jarra, después de que la luz de la luna lo hubiera purificado. Él lo llamaba Excálibur. Yo, de ninguna manera.

A mi espalda, mi madre está friendo huevos. Sobre l a encimera hay apiladas unas cuantas de sus velas mágicas más recientes. Son de tres colores distintos, cada uno con su propio aroma. Verde para la prosperidad, rojo para la pasión y blanco para la claridad. Junto a ellas, tres pequeños montones de papel de pergamino con tres conjuros diferentes para envolverlos alrededor de las velas y atarlos con un cordel.

—¿Con o sin tostadas? —me pregunta ella.

—Con tostadas —respondo yo—. ¿Queda mermelada de bayas de Saskatoon?

Mi madre saca la mermelada e introduce cuatro rebanadas de pan en la tostadora. Cuando están hechas, las unto con mantequilla y mermelada y las llevo a la mesa, donde ella ya ha colocado los platos con los huevos.

—Trae el zumo, ¿quieres? —me dice, y mientras tengo medio cuerpo dentro del frigorífico, añade— Entonces, ¿vas a contarme cómo fue todo el sábado por la noche?

Me incorporo y lleno dos vasos con zumo de naranja. —Aún no lo he decidido.

El trayecto de regreso desde Grand Marais lo hicimos casi en silencio. Cuando llegamos a casa, era domingo por la mañana, y yo me quedé inmediatamente dormido; recuperé la consciencia únicamente para ver por cable una de las películas de Matrix, antes de volver a perderla y dormir toda la noche. Fue el mejor plan de evasión que se me haya ocurrido jamás.

—Bueno —dice mi madre alegremente—, pues decídete y hazlo.

Tienes que estar en el instituto en media hora.

Me siento a la mesa y suelto el zumo. Mantengo los ojos fijos en los huevos, que me devuelven la mirada con sus pupilas de yemas amarillas. Los pincho con el tenedor. ¿Qué se supone que debo decir? ¿Cómo voy a explicárselo de manera coherente, si aún no he logrado entenderlo yo? Era la risa de Stiles. Surgió clara como el agua, inconfundible, de la negra garganta del granjero. Pero eso es imposible. Stiles se ha marchado, aunque yo no pueda olvidarlo. De modo que mi mente ha empezado a imaginar cosas. Eso es lo que me dice la luz del día. Lo que me diría cualquier persona en su sano juicio. —La cagué —digo hacia mi plato—. No estuve lo bastante atento.

—Pero acabaste con él, ¿no?

—Pero después de que empujara a Scott por una ventana y estuviera a punto de convertir a Lydia en un bocadillo —de repente no tengo apetito. Ni siquiera la mermelada de bayas de Saskatoon parece tentadora—. No deberían seguir acompañándome. Nunca debería habérselo permitido.

Mi madre suspira.

—No fue cuestión de «permitírselo», Derek. No creo que pudieras habérselo impedido —su voz suena cariñosa, totalmente carente de objetividad. Se preocupa por ellos, por supuesto que sí, pero también le alegra enormemente que ya no me aventure por ahí solo.

—Se sintieron atraídos por la novedad —exclamo. De manera inesperada, la ira asciende a la superficie; mis dientes la retienen—. Pero esto es real, y puede matarlos, y cuando se den cuenta de ello, ¿qué crees que pasará?

El rostro de mi madre permanece tranquilo, sin mostrar ninguna emoción excepto un ligero fruncimiento en las cejas. Pincha con el tenedor un trozo de huevo y lo mastica, despacio. Luego dice:

-PAUSADA- El Chico Desde el Infierno - Sterek (Adaptación)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora