CAPÍTULO 7

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—Venga, levántate —escuchó decir a Natasha desde el otro lado de la habitación.

Clint arrugó la nariz. Quería seguir durmiendo. Con desgana y sin abrir los ojos, se cubrió la cabeza con la almohada y gimió por lo bajo. Aún con la cabeza tapada, pudo oír la risa de Natasha.

—Después arrugarás la nariz cuando los demás te digan que siempre llegas tarde, Barton.

Odiaba que lo conociera tan bien. Odiaba tener que levantarse cuando todo lo que quería era pasar la mañana en la cama junto a ella y levantarse sólo para comer. Y puede que, incluso, comieran en la cama. Una sonrisa que Natasha no pudo ver se materializó en sus labios al imaginar la situación. Se removió bajo las sábanas.

—¿Es necesario que me levante?

Notó cómo el colchón se rendía en el borde junto a él cuando ella se sentó.

—Sabes que es necesario. Nos están esperando. Arriba —le respondió ella, mientras su mano le acariciaba la espalda.

Un pequeño escalofrío recorrió la columna de Clint, desarmándolo. El delicado roce de su mano le erizó la piel de todo el cuerpo y le hizo contener la respiración. Se giró sobre su costado, con la sonrisa aún dibujada en el rostro. Abrió los ojos en cuanto estuvo boca arriba, deseando encontrarla sentada a su lado. En cambio, sólo había una habitación vacía.

Clint se pasó la mano por el rostro y, despacio, exhaló el aire de sus pulmones. La escena había sido tan vívida en su mente que había podido sentir la mano de Natasha sobre su espalda, como ella solía hacerlo. Aún podía notar el calor que había dejado a su paso y la delicadeza de su gesto. La echaba tanto de menos que, por un momento, pensó que podía estar comenzando a volverse loco.

Incorporó la cabeza y dirigió la mirada hacia la ventana abierta. Había tenido la intención de levantarse temprano y emprender camino de nuevo antes de que el sol apretara en el cielo. Pero se había quedado dormido. Los días en aquella celda, la noche al raso y el hombro dislocado le habían pasado factura. Durante la noche el dolor había dejado de ser constante y había podido dormir toda la noche de un tirón. Dejó caer la cabeza pesadamente sobre la almohada y resopló.

Unos segundos después estaba levantado y listo para marcharse.

En la cocina lo esperaban Yeung y su madre. Algo se cocía en el fuego e hizo que su estómago rugiera de hambre ante el buen olor que desprendía. Yeung se puso en pie al verlo entrar y se inclinó hacia él, con ceremonia.

—Buenos días, señor.

Clint lo saludó a su vez.

—Yeung –le dijo. Se giró hacia la mujer y la saludó de la misma manera—: Señora.

La mujer le sonrió y, sin mediar palabra, le indicó que tomara asiento ante la mesa. Clint la obedeció de inmediato. Dejó a su lado, hechos un hatillo, el pantalón con el que llegara el día anterior. En su interior escondía la pistola y la navaja, envueltos con cuidado para que ni Yeung ni su madre se percataran de su presencia. Tan pronto como estuvo sentado, tuvo ante sí un gran cuenco de leche y una pasta blanquecina que olía de maravilla. Le sonrió y se lo agradeció en silencio antes de comenzar a comer.

Casi se había terminado el desayuno cuando la mujer le dijo algo que su hijo se apresuró a traducir.

—Madre dice que le volverá a curar el hombro en cuanto haya terminado.

Clint asintió con la cabeza, con la boca aún llena. Se limpió con la servilleta que tenía junto a él y se apresuró a contestar.

—Le estaría muy agradecido, señora. En cuanto lo haga, debería ponerme en marcha.

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