CAPÍTULO 14

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Cuando Natasha despertó la mañana siguiente, Clint ya no estaba.

La noche anterior, cuando regresaron del hospital a la Torre y se encerraron en su dormitorio, lo vio andar de un lado para otro de la habitación como si sus piernas no pudiesen estarse quietas. Y sabía que le había costado conciliar el sueño por la cantidad de vueltas que había dado en la cama. Que no estuviese allí aquella mañana sólo se lo corroboraba.

En realidad no le extrañaba, ni tampoco podía reprochárselo: primero fue saber que su hermano seguía vivo y que quería acabar con él, y después la inesperada aparición de Coulson. Si no fuese por los sedantes que le habían prescrito el día anterior el médico para el dolor de la herida, a ella también le habría costado dormirse. Pero no fue así: cayó en la cama rendida y se quedó dormida entre los brazos de Clint de inmediato, sabiendo que él aún estaba despierto.

Natasha pasó la mañana delante del ordenador, mirando las noticias y las páginas de los periódicos digitales. Muchas no recogían la detención de Yelena, y en las que lo hacían apenas era una reseña en la sección de sucesos. Respiró, colocando ambas manos a los lados del teclado. Suponía que la noticia no había trascendido demasiado porque Tony se había encargado de que no lo hiciera hasta que tuviesen a Barney y a Justin Hammer contra las cuerdas. No necesitaban publicidad ni notoriedad en aquellos momentos. Sólo necesitaban que ambos hombres diesen un paso en falso para cazarlos.

Se llevó la mano a la herida del costado. No había sido tan grave como había pensado cuando vio toda aquella sangre resbalarle por la cintura del pantalón, manchándole la ropa. Los puntos no eran tantos después de todo y, con la ayuda del analgésico, el dolor había remitido bastante. Sabía que en un par de días estaría perfectamente.

Se levantó y fue hasta la ventana. La luz de la mañana de Nueva York era especial: tan luminosa y alegre, tan limpia. No tenía nada que ver con cómo se sentía.

El encuentro con Yelena le había traído recuerdos de cuando aún era una chiquilla y las formaban para ser Viudas Negras. De cuando las hacían luchar entre sí para hacerlas fuertes psicológicamente y que no tuviesen apego a nada ni nadie.

Mucho había llovido desde entonces, tanto que aquella vida parecía pertenecerle a otra persona. En aquel entonces no tenía a nadie salvo a ella misma; ahora tenía a sus compañeros y amigos. Y tenía a Clint.

Respiró profundamente y se miró las manos. Aquellas manos habían estado innumerables veces cubiertas de sangre, suya y ajena. Llegó un momento, cuando se graduó, —por llamarlo de alguna manera— en que creyó que no iba a servir para nada más que para matar. Pero el tiempo se encargó de demostrarle cuán equivocada había estado. Y estaba feliz por ello: lo estaba porque ya no era aquella chiquilla a las órdenes de la Habitación Roja, y estaba más feliz aún por no ser como Belova.

Con esa idea en su mente volvió a sentarse delante del ordenador, dejando que una sonrisa iluminara su rostro.

Natasha entró en el salón justo antes de la hora del almuerzo, esperando encontrar allí a Clint. Pero no había rastro ni de él ni de Tony. Miró a su alrededor, asegurándose de que ninguno de los hombres estaban allí. Dio un paso al frente para detenerse en el centro de la gran estancia. Normalmente no le gustaba echar mano del asistente virtual de Stark para minucias como que le dijera dónde estaba Clint, pero no tenía ganas de recorrer la Torre inútilmente.

—Jarvis, ¿sabes dónde está el agente Barton?

La respuesta de la inteligencia artificial no se hizo esperar.

—El señor Barton está en la terraza, señora Romanoff.

Natasha asintió sabiendo que el mayordomo virtual de Stark la podía ver.

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