CAPÍTULO 6

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Durante todo el viaje hacia China Natasha durmió a intervalos, interrumpidos por la llegada de imágenes por satélite del complejo a donde debía ir, que Jarvis le enviaba cada pocas horas.

Estudió cada una de ellas, con sumo cuidado y atención. Las instalaciones se asemejaban a un búnker adosado a la falda de una montaña. No sabía cuánto se extendía bajo ella, pero en las imágenes por infrarrojo podía ver la presencia de cuatro o cinco puntos rojos que corresponderían a otros tantos sujetos. Y, tal vez, Clint podría ser uno de ellos. Tomó aire y lo dejó escapar con lentitud. Dos días atrás, tras la conversación que había tenido con su compañero, había optado por aparcarla en el fondo de su mente, justo hasta que lo encontrase y él le dijera de frente que se había pasado a HYDRA. Porque tenía que escucharlo de viva voz. Nunca había sido mujer de seguir corazonadas; lo era de hechos contrastados pero, en esta ocasión, quería seguir ese pálpito que le decía que aquello que le contara Clint con la pantalla de por medio, no era cierto. Se aferró a esa idea y cerró los ojos, buscando de nuevo el sueño que se negaba a acudir a ella.

Las turbinas no se habían detenido del todo cuando Natasha se desabrochó el cinturón de seguridad, antes incluso de que el indicador luminoso así se lo dijera. Estaba impaciente por estirar las piernas después de tantas horas anclada en aquel sillón. Pero era consciente de que su impaciencia radicaba en que la búsqueda de Clint podría, al fin, dar inicio.

La asistente de vuelo se asomó desde la cabina del piloto, con una enorme y estudiada sonrisa prendida de su rostro. Natasha ya estaba en pie, acomodándose la ropa y tomando la escueta bolsa que había llevado con ella.

—El señor Stark nos pidió que le entregásemos esto una vez llegásemos a tierra –le dijo, mientras ponía en su mano una tarjeta gruesa de plástico negro. La mujer le sonrió—. Se encuentra en la bodega. El personal de tierra lo está descargando en este instante.

Cuando se abrió la escotilla del avión, Natasha ya tenía puesto un pie en la escalerilla. Miró hacia el cielo. Apenas había comenzado a amanecer, aunque el cielo sobre la ciudad de Beijing aún estaba cuajado de estrellas.

La rampa de la bodega ya estaba desplegada cuando Natasha bajó del avión. Ningún miembro del personal de tierra le preguntó quién era o qué hacía allí. Y, tal vez, era mejor así. Ellos se limitaban a hacer su trabajo sin importarles para quién lo hacían.

En cuanto todo estuvo listo, Natasha vio aparecer por la rampa el reluciente guardabarros de un todoterreno, un coche robusto que parecía recién salido de un túnel de lavado. Sus labios se curvaron en una sonrisa. Tony no podía dejar nada al azar, iba en contra de su naturaleza. Y que fuese de aquella manera le venía de perlas, pensó, observando cómo el coche era descargado. Anotó mentalmente el agradecérselo cuando estuviese de vuelta.

Unos instantes después, un miembro de la tripulación le indicó con un simple gesto que la maniobra había concluido. Natasha se dirigió al coche y se sentó tras el volante.

El motor apenas se escuchó cuando pasó la tarjeta por el lector. Nunca había visto aquel coche en el garaje de Tony. A decir verdad, puede que nunca nadie lo hubiese utilizado; tenía pocos kilómetros y olía a nuevo. El testigo del combustible le informó de que el depósito estaba completo. Echó un vistazo a su alrededor. Junto al volante encontró un sistema de navegación por GPS, una pantalla de siete pulgadas, un montón de indicadores y pulsadores que le recordaron a los del quinjet, y un sofisticado teléfono que, con toda seguridad, aún era un prototipo. Lo encendió y pulsó el botón.

—Buenas noches, señora Romanoff. Buenos días en Beijing –le dijo la voz que identificó inmediatamente como la de Jarvis. Natasha bajó la mirada y sonrió.

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