CAPÍTULO 1

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La vida era algo muy fugaz.

"Naces y mueres", pensó Natasha mientras recorría con paso calmado el cementerio de Arlington de regreso a su coche, con cuidado de no pisar ninguna lápida. Los tacones de sus botas se hundían en la tierra apenas húmeda del rocío de la noche anterior, levantando así un limpio olor a hierba fresca. La calma que se respiraba allí contrastaba con la locura en la que se habían visto envueltos sólo dos días atrás.

La vida era para todos igual, recapacitó. No importaba el lugar donde hubieses nacido, ni el momento. No importaba el dinero ni lo material. Lo que realmente importaba, lo que diferenciaba a unas personas de otras era la manera en que rellenaba todo ese espacio intermedio.

Se detuvo al pie de una lápida, desgastada por las inclemencias del tiempo y el paso de los años. "William Leffney. Amado esposo y padre. Nunca te olvidaremos", rezaba la inscripción. Natasha bajó la mirada hacia la hierba que crecía a los pies de la losa. El sol se colaba, caprichoso, entre las ramas de los árboles, dibujando extraños patrones sobre la tumba. Levantó la mirada y un fugaz rayo de sol le dio en el rostro. Fugaz. Como la vida. "Solo que el sol permanecerá en su lugar mucho tiempo después de que nos hayamos ido", pensó Natasha. Dejó atrás la tumba y continuó hacia su coche.

Había dejado aparcado el Corvette en el linde del cementerio. Y allí continuaba, extraño visitante en un lugar en el que el tiempo parecía haberse detenido. No le extrañaba que el director Fury hubiese elegido aquel lugar para su despedida. Se corrigió a sí misma mentalmente. Fury ya no era director de la agencia. Principalmente porque ya no había agencia a la que dirigir, además del hecho de que, a ojos de todo el mundo, Nicholas Joseph Fury estaba muerto. No pudo evitar que una sonrisa acudiese a su rostro. A Fury siempre le había gustado mucho el teatro: las grandes entradas, las frases rimbombantes. Su despedida no podía ser de otra manera.

Accionó el mando a distancia del coche y éste respondió con un agudo pitido y un destello de luces. Cuando llegó hasta él, sus dedos se detuvieron en la manilla de la puerta. Miró sobre su hombro, en dirección a los árboles y las tumbas que acababa de dejar atrás. Steve estaba aún allí, al fondo, en pie. Serio, como sólo él podía mostrar seriedad, con la mandíbula apretada y con el dossier que ella le había dado, mirándolo fijamente.

Antes de entregárselo, le había echado un vistazo pese a saber qué había en él: el perfil del Soldado de Invierno. Todo desde su primera aparición, allá por los años cincuenta. Sus primeros trabajos. El trabajo de un fantasma.

Vio a Sam Wilson aún acompañando a Steve, apenas a unos metros de él. Hacía muy poco que conocía a aquel hombre, pero algo le decía que la cruzada de Steve, cualquiera que esa fuese, se iba a convertir en la suya propia. Sam era el soldado disciplinado, el camarada de batallas, el amigo en el que uno podía apoyarse cuando las cosas se torcían. Era aquel tipo de hombre en el que se podía confiar y Natasha estaba contenta de dejar a Steve con él. Si ella no podía estar, Sam era una opción más que aceptable. Sonrió vagamente, apenas curvando la comisura de sus labios, y abrió por fin la puerta del coche.

El cuero del asiento la acarició al sentarse. Aquellos miles de dólares que había pagado por aquel coche se apreciaban en todos los detalles, y el tejido con el que habían fabricado los asientos era el más llamativo de ellos. Era envolvente y suave al tacto. Arrugó los labios en señal de disgusto y miró a su alrededor. Le iba a costar desprenderse de él, pero ya no podía seguir usándolo. El coche era demasiado ostentoso y llamativo para pasar desapercibida, que era precisamente lo que ella debía hacer en aquel momento. Junto con todos los secretos de SHIELD que había lanzado al exterior, estaban los suyos propios, su pasado, sus acciones. No se orgullecía de la mayoría, pero todas ellas, todas esas misiones, todos esos trabajos para la KGB primero y para la organización después, habían hecho que fuese quien era en ese momento. Y de eso sí que no se arrepentía.

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