Canten conmigo, oh espíritus ancestrales, la historia de estas dos almas nocturnas que esperaban ser unidas por los designios del siempre poderoso destino. Reúnanse todos a mi alrededor y escuchen la leyenda del hombre lobo que cayó víctima del amor.
Érase una ciudad latinoamericana que nunca dormía. Las permanentes nubes grises que envolvían el cielo prometían un clima lluvioso día tras día, como ha venido siendo desde el principio de los tiempos.
Mientras la noche gobierna en este pequeño rincón del mundo, ocurren atrocidades que sólo unos pocos desafortunados logran atestiguar; es la ciudad del crimen, el pecado y la corrupción. Por eso, cuando desapareció la periodista Valentina Caicedo, todos los ciudadanos atribuyeron el hecho a la violencia perpetrada por la delincuencia común, o quizás algún ajuste de cuentas producto de uno de sus muchos reportajes sobre narco-paramilitarismo. Para cuando, tres días después, desapareció el congresista Sergio Rodríguez, ya nadie se acordaba de la periodista, tal vez porque la industria criminal nunca se detiene en Bogotá, ciudad en la que no hay semana sin primicia espeluznante.
Envueltos entre ensangrentados retazos de periódico viejo, a la semana siguiente se encontraron los brazos y las piernas de Paola Zúñiga, con la piel y la carne desgarradas, como si la pobre muchacha de apenas diecinueve años hubiera sido descuartizada por un perro rabioso, de esos tan comunes en las casas de pique del infame Bronx, el barrio más letal de la urbe capitalina.
Cuando Miguel Ángel Bermúdez desapareció, la opinión ciudadana llegó pronto a la conclusión de que había sido secuestrado o asesinado por algún grupo guerrillero de extrema izquierda, pues el señor Bermúdez era un ávido crítico en contra de cualquier cosa que oliera a izquierda.
Esos fueron sólo algunos de los casos que aparecieron entre las sangrientas páginas de algún periódico amarillista, pero además de estos crímenes hubo muchos otros que pasaron desapercibidos para la población bogotana, porque cuando la luna aparece todos cierran puertas y ventanas para no ver ni escuchar los gritos de quienes son masacrados afuera. Y a la luz del nuevo día, cuando se ven borrachos desparramados en sí mismos caminando por las calles canturriando palabras sin sentido, abrazados unos con otros en un intento de llegar a sus casas para enfrentarse a sus endiabladas esposas y sus decepcionados hijos, los ciudadanos fingen sorprenderse y aterrarse por ver sendos charcos de sangre en las calles frente a sus casas.
Por otro lado, mientras es la luz del sol la que gobierna, Bogotá es la ciudad del ajetreo, de la gente ocupada y las calles atestadas. Una capital con todas las letras que no puede parar de producir dinero ni por un segundo.
Martín Sánchez, hasta ese frío y ventoso agosto, había sido uno de esos ocupados hombres que se dedican a producir dinero para una entidad bancaria con ansias de poder político. Había sido uno de esos que fingen sorpresa al ver manchas de sangre frente a su casa. Había sido uno de esos que cierran los ojos y se tapan los oídos ante la violencia injustificada.
Y sin embargo, ahora corría por su vida.
— ¡Aléjate de mí!– gritaba aquel desesperado sujeto a punto de desfallecer por el cansancio y las heridas
A pesar de portar un traje elegante que lo catalogaría como uno de los trabajadores de alguna importante oficina del norte, la sangre en su rostro y pecho, las rasgaduras terribles en su ropa y la carencia del zapato izquierdo, demostraban que llevaba ya un buen tiempo huyendo de lo que sea que lo estuviera persiguiendo.
El ser peludo y enorme que se empeñaba en la cacería en realidad estaba jugando con Martín. Esa cosa podía alcanzarlo en el momento que quisiera, pero se divertía con la desesperación de su presa y le infundía temor porque la carne con miedo le era más deliciosa. Era una bestia terrible con una paciencia increíble; un ser de la noche que habita en las pesadillas de los niños y en los cuentos de hadas, pero en ese instante era real y estaba a punto de asesinar a un pobre hombre con familia, con amigos, con sueños y aspiraciones.
Martín había salido a trabajar ese día con normalidad, despidiéndose de su esposa con un beso y de su hijo con un abrazo, como siempre lo hacía. Tomó un taxi en la esquina de la carrera séptima con calle setenta y dos. Mientras revisaba en su laptop los documentos que debía entregar a su jefe, el conductor del taxi, ansiando contacto humano, empezó a buscarle conversación.
– ¿Y entonces, Don? ¿Se enteró de las disapariciones?
– Sí, terrible– contestó Martín sin despegar los ojos de la pantalla y sin prestarle demasiada atención al taxista.
– Ya dizque van diez disaparecidos. A mí se me hace que eso como que es la guerrilla haciendo de las suyas otra vez.
– Disculpe, señor. No quiero ser grosero con usted, pero estoy un poco ocupado– dijo Martín para escapar de una charla que no iba a llegar a ninguna parte, sin saber que sería lo último que le diría a alguien.
Al llegar a su destino, pagó lo que le cobró el taxista y bajó el automóvil. Trabajaba a las afueras de la ciudad, donde lo único que había era una enorme empresa y muchas hectáreas de bosque. Martín notó de inmediato la ausencia de los guardias de seguridad en la puerta de la empresa, pero creyó, como un iluso, que estaban tomándose el café de la mañana y pronto volverían. El taxi se alejó dejando al hombre acompañado sólo por el dulce cantar de las aves del bosque y por... ¿un gruñido?
El corazón de Martín dio un vuelco cuando vio al enorme perro negro acechándolo desde los matorrales, con el hocico ensangrentado y mostrando los colmillos en una hilera casi como si... estuviera sonriendo.
— ¡Virgen santísima!— rezó él intentando retroceder sin hacer movimientos bruscos.
El perro volvió a gruñir y saltó sobre él desgarrando su costoso traje y haciéndole una profunda herida en el pecho. Entonces Martín comprendió que esa cosa iba a matarlo. Dejó de sentir el dolor de esos afilados colmillos enterrándose en su piel para dedicarse a pensar en su hijo. El niño de apenas cinco años iba a quedarse huérfano de padre. ¿Cómo iba a explicarle la esposa de Martín cuando el pequeño le preguntara cómo murió papá?
— No le tengas miedo a los perritos. Los perritos son lindos. Los perritos son amigables... un perrito mató a papá...
Martín, sacando una fuerza impresionante para sus delgados brazos de ejecutivo, se quitó a la enorme bestia de encima, se levantó a trompicones y echó a correr hacia el bosque, derramando chorros de sangre y sintiendo que las vísceras se le iban a salir por los agujeros que le dejó el animal.
El hombre llevaba huyendo desde entonces. Casi un día entero corriendo, escondiéndose y gritando. Era de admirar la manera en la que se mantenía despierto y con fuerzas gracias al recuerdo de su hijo. Pero Martín estaba casi agonizante y sus pies ya no podían dar un paso más. Su garganta ya no emitía sino suaves sonidos sibilantes. En ningún momento la criatura le dio descanso. Cuando él creía que por fin había perdido a esa cosa, ella volvía a aparecer para continuar con otra persecución.
Martín era incapaz de continuar. Su hijo ya no era suficiente para darle fuerzas. Ahora la muerte parecía de verdad apetecible, se antojaba como la solución al dolor cada vez más intenso que sentía en su abdomen. Martín agachó la mirada y descubrió que una parte de su intestino asomaba por entre los botones de su camisa enrojecida. La muerte era inevitable, y sin embargo, cuando divisó entre los árboles, muy a lo lejos, una gran casona de apariencia antigua, él vio en esa mansión una esperanza para sobrevivir. Pretendía correr hasta allí con toda la fuerza que le quedaba, entraría, pediría ayuda, llamaría a la policía y pronto podría ver de nuevo a su hijo. Inclusive se imaginó a sí mismo escribiendo un libro sobre la terrorífica experiencia de ser perseguido en el bosque por un oso/perro/lobo/bestia. Sería un bestseller.
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Inter umbras
WerewolfLa Madriguera ha sido el hogar de los hombres lobo de aquella ciudad durante generaciones. Numerosos alfa han liderado a la manada con el pasar de los años; sin embargo, cuando misteriosos asesinatos y desapariciones comienzan a ocurrir en los límit...