CAPÍTULO XI: Aucupium

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Uno de los caminos del enrevesado edificio de ciencias humanas conducía hacia un pasillo cuyas escaleras conectaban con el techo de la magistral obra arquitectónica. Aquel techo, rodeado de plantas, con una excelente vista hacia los cerros orientales de la ciudad y con acceso a los árboles que bordeaban el edificio, era un ejemplo perfecto de interacción armónica entre las construcciones artificiales y la naturaleza. El ambiente se hacía todavía más perfecto cuando el grupo de teatro clásico utilizaba las pequeñas gradas ahí ubicadas para practicar sus obras a la vista de los estudiantes curiosos que quisieran presenciar un buen espectáculo.

Justamente ahí, en el techo, recibiendo la brisa relajante que venía desde el oriente, estaban conversando Aaron y Damián la mañana del lunes siguiente después de lo ocurrido entre Alex y Nina.

– ¿Estás seguro de que eso fue lo que viste?– le preguntaba el moreno.

– Sí, por Selene, ya te he dicho que sí. Ese brillo amarillo en sus ojos es inconfundible.

– ¿Entonces ya está confirmado que ella...?

– ¡No! No quiero pensar eso. Todavía no podemos estar seguros al cien por ciento. Debemos cuidarla más de ahora en adelante.

– Debes estar de acuerdo conmigo en que ahora sí hay que decírselo a Víctor.

Damián tiraba suavemente de sus cabellos, lleno de preocupación. No quería que Nina, la dulce Nina que llevaba conociendo desde hace doce años, tuviera que pasar por ese tormento.

De pronto el aroma de la chica nubló sus sentidos y le arrancó una sonrisa inconsciente de los labios. Ella aparecía subiendo las escaleras, cabizbaja, pero al levantar la cabeza, vio a Damián y corrió a sus brazos, con las lágrimas peligrosamente a punto de escapársele de nuevo.

– ¡Tenías razón!– confesó ella a pesar de su orgullo–. Alex no es una buena persona.

Damián no necesitaba explicaciones al haber sido testigo de lo ocurrido el sábado anterior, además de que ella no parecía muy determinada a hablar de eso, por lo que el licántropo se limitó a devolverle al abrazo sin decir nada, tratando de consolarla. «Pronto tendré que decirle toda la verdad», pensó él.

Durante los días siguientes, mientras esos tres chicos vivían su vida de universitarios, los cinco lobos más poderosos de la Madriguera estaban de cacería.

Víctor Larson había sido claro al respecto: sólo quería involucrar en esa misión a los guerreros más capacitados de la manada, lo que además de él incluía a su hijo, a los dos betas y al tío de Aaron. Eran Adrián Larson, Marcel Gaunt, Josep Dussart y Gregor Gaunt.

Las noticias, sobre todo las malas, viajan bastante rápido en el mundo de los licántropos, y pocos días después de la muerte de Nicolás ya todos sabían que alguien estaba creando licántropos impuros aun contra las reglas. Por ende, la investigación para capturar al responsable de la muerte del chico debía centrarse en dos aspectos fundamentales: averiguar quién estaba rompiendo las reglas y acabar con todos los impuros que éste haya creado.

Además de los miembros de la Madriguera, en aquella ciudad andina habitaban varios hombres lobo que eran considerados callejeros por no pertenecer a ninguna manada oficial. Entre ellos estaban: los Decker, como Alex; los Kerkhoff, una familia pequeña sin mucha importancia; los Santos, que jamás fueron admitidos en ninguna manada y ahora eran líderes políticos entre los humanos; y los Clafin, un grupo de tres gamberros sin moral ni escrúpulos. Alguno de ellos debía ser el culpable de crear a los impuros.

El primer día de la cacería, al oeste de la ciudad, Vicente Kerkhoff, un tinterillo de poca monta que trabajaba para un abogado del centro, lanzaba al suelo su maletín de veinte pesos y corría con estrépito por las calles, con su corbata barata bamboleándole de lado a lado y su regordeta cara perlada con gotas de sudor. Detrás de él, Josep Dussart se lanzaba a su alcance.

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