CAPÍTULO V: Officium

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Ernesto Pacheco era un hombre de mediana edad. Su cédula de ciudadanía marcaba como fecha de nacimiento un ya lejano 15 de abril de 1965. Sus ojos habían visto demasiadas lunas llenas, lo que se evidenciaba en unas marcadas bolsas negras bajo sus párpados. Su piel había sufrido por el implacable sol de miles de tardes, lo que le dejó hondas arrugas y manchas oscurecidas en el rostro. Y su corazón no era más que una flor marchita en medio de su huesudo pecho.

En la década de los noventa y parte de los dos mil, Ernesto fue un reconocido músico de una banda de salsa cuyas canciones ahora son recordadas con nostalgia por los más maduros de la sociedad. Era Ernesto "el varón de oro", tocando la trompeta con pasión y dedicación. Durante esos años muchas mujeres pasaron por su cama y tres de ellas pasaron después por el altar, dejándole un total de cinco hijos entre las tres. De todas se divorció.

– La vida de casado no es para mí, chico– dijo alguna vez en una entrevista que le hicieron para una prestigiosa cadena radial.

Pero en realidad no es que la vida de casado no fuera para él, sino que simplemente le importaba una mierda estar casado. Durante sus tres matrimonios no dejaron de pasar otras mujeres descaradamente por su cama, y si su esposa no lo soportaba, bien podía coger sus cosas y largarse de una vez por todas. Tampoco le importaban una mierda sus hijos. Los consideraba meros accidentes de los que debía hacerse cargo por obligación del Estado. Y por supuesto, su vida entera también le importaba una mierda, por eso la fama lo llevó a enfrascarse en el alcohol y las drogas pesadas. Lo único que no le importaba una mierda era la música y su amada trompeta, la que jamás lo abandonaría.

Pero sus vicios y adicciones empezaron a alejarlo de aquello que amaba y lo condujeron a un camino oscuro del que no se pudo apartar.

El fin de su carrera llegó en un fatídico septiembre del 2005 cuando cayó del escenario en pleno concierto, rompiéndose un brazo y retirándose de la gira como consecuencia.

– Ese día llegó al ensayo tan borracho que no podía ni sostenerse por sí mismo– contó uno de los miembros de la banda para un periodista–. Tocaba la trompeta fatal y no seguía el ritmo del resto de la banda. En su camerino había una botella de aguardiente desocupada y rastros de cocaína. Por un momento pensamos en cancelar el concierto, pero no podíamos decepcionar a los fans que ya habían comprados sus boletas, por lo que decidimos seguir adelante.

» Durante el concierto él empezó a caminar hacia adelante. Pretendía apoderarse del micrófono para cantar. Era algo que no habíamos ensayado antes. La gente aclamaba y aplaudía, porque Ernesto era muy amado por el público. Pero de un momento a otro cayó de la tarima. Fue como en cámara lenta: perdió el equilibrio y se fue al suelo con todo y micrófono. Las cámaras dirigieron su lente acusador al pobre Ernesto que se retorcía de dolor en el suelo. Nuestro manager llamó a una ambulancia de inmediato y se lo llevaron al hospital. Por supuesto, el espectáculo tuvo que cancelarse.

» Al día siguiente, Ernesto ya no hacía parte de la banda.

Habiendo perdido aquello que lo hacía feliz, Ernesto Pacheco se entregó de lleno a sus vicios y se dejó consumir por ellos. La moderada fortuna que consiguió tocando la trompeta para esa banda de salsa fue usada para financiar sus múltiples adicciones. Poco a poco empezó a alejarse de familia y amigos. No volvió a saber nada de sus cinco hijos ni de sus tres esposas ni de sus compañeros de banda. Y cuando se dio cuenta, ya se vio viviendo en las calles como un indigente más.

Declaró al puente de la Sexta Avenida como su hogar. Dormía sobre apestosas cajas de cartón y se cubría con periódicos para evitar el frío. De vez en cuando leía y releía esos mismos periódicos por el simple hecho de mantenerse ocupado, y aunque cualquiera pensaría que ya conocía de memoria el contenido de esas noticias, lo cierto es que sus conexiones neuronales deterioradas por el consumo constante de sustancias psicoactivas le impedían memorizar a rajatabla.

En algún punto de su desgracia tuvo que empeñar su amada trompeta para conseguir más dinero que pagara su adicción. Aunque la tristeza fue inmensa, de todas maneras ya no podía tocar el instrumento, ya que los violentos temblores en sus manos se lo impedían.

Ernesto Pacheco se había convertido en alguien a quien la sociedad no extrañaría ni por un segundo si de repente desaparecía.

– Me importa una mierda– susurraba Ernesto para sí mismo con los ojos cerrados intentando dormir. El hombre se giraba para un lado, se giraba para el otro y seguía murmurándose: – me importa una mierda, hijo de puta.

Finalmente abrió los ojos y bufó de mal humor. Su vejiga iba a estallar. Tenía ganas de orinar desde hace un buen rato, pero intentó aguantarse porque sabía que si se levantaba iba a perder el sueño. En condiciones normales realmente le hubiese importado una mierda y se hubiera orinado encima sin más, pero estaba haciendo demasiado frío esa noche como para tener los pantalones mojados.

Se sacó de encima los periódicos que lo cubrían, se puso en pie y caminó un par de pasos para quedar de frente a la pared del puente. Metió su mano en el pantalón y sacó su pene para echar una buena meada. La orina manchaba un poco sus andrajosos zapatos, pero le importaba una mierda.

Lo que no le importó una mierda fue el gruñido repentino que venía desde atrás de él. Si le hubieran preguntado, seguramente Ernesto hubiera dicho que parecía el gruñido de "un perro o algo así". Los vellos de su nuca se erizaron y sus sentidos, aunque lentos por el consumo de droga, se pusieron en alerta roja. Si era un perro, no parecía uno especialmente feliz a juzgar por la furia de ese gruñido.

Se giró tan rápido como pudo sin darle tiempo a frenar la micción. Se cubrió la cara con los brazos en caso de un feroz ataque, sin detenerse a pensar que dejó al descubierto sus partes más sensibles. Sin embargo, lo que había frente a él no era un perro rabioso ni mucho menos; era un hombre, uno bastante elegante a decir verdad. Su cabello bien peinado y su barba pulcra estaban cubiertos por delgadas canas que combinaban con los pocos pelos rubios que conservaban su color. Y su rostro fino y delgado mantenía una sonrisa a pesar de que Ernesto le acababa de orinar una pierna sin querer.

– ¡Señor, discúlpeme!– se apresuró a rogar Ernesto, guardando su vergonzante pene tras terminar de orinar.

– No se preocupe, señor Pacheco. Era un pantalón viejo después de todo– dijo el hombre ensanchando su sonrisa.

– ¿Usted sabe quién soy?– para Ernesto era una alegría inmensa que alguien todavía se acordase de él, pero al mismo tiempo era una vergüenza casi del mismo tamaño el hecho de que lo vieran en ese estado.

– ¿Que si sé quién es? ¡Hombre, eso no se pregunta! Soy un gran admirador– el sujeto agarró la mugrienta mano de Ernesto y se la estrechó con agrado, como si ignorara toda la suciedad que rodeaba a esa mano, empezando porque acababa de orinar.

– Es un honor para mí que me reconozca, señor– Ernesto sonrió y sus ojos se llenaron de brillo.

– Por favor, dígame Lucien.

– Don Lucien, muchísimo gusto en conocerlo.

– Señor Pacheco, en verdad fui muy fanático de su música. Usted tocaba la trompeta como nadie. Ese título del "varón de oro" realmente que se acomodaba a su persona.

– Me halaga, Don Lucien– la sonrisa de Enrique y el leve rubor en sus mejillas eran cosas propias de una colegiala que se siente cortejada.

– Lamento mucho lo que tengo que hacer, pero espero de corazón que usted sepa disculparme.

La sorpresa en los ojos de Enrique pronto se convirtió en terror, y la sonrisa se transformó en una mueca que representaba un grito que jamás sonó.

– ¿Era necesario hablarle?– se acercó un muchacho con expresión seria.

– Todo lo que le dije es verdad. Cuando me acerqué y lo reconocí supe que debía al menos saludarlo– respondió Lucien limpiándose con un pañuelo la sangre en sus manos y en su cara.

El muchacho sólo negó con la cabeza demostrando su desaprobación al respecto.

Inter umbrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora