Inter umbras

CAPÍTULO VIII: Proelium

– ¡Maldito sea Gregor Gaunt! ¡Maldito sea Víctor Larson! ¡Y maldita sea toda la Madriguera!– gritaba un hombre arrojando la primera silla que se cruzó en su camino contra la pared más cercana.

El pecho de aquel sujeto subía y bajaba en una respiración agitada que iba acompañada de una expresión de ira pura e intensa.

– Cálmate, papá. Era sólo un peón impuro. Tenemos decenas más– el joven que estaba a su lado puso una mano en la espalda del agitado hombre, pero éste respondió con una bofetada tan potente que envió a su hijo por los aires, compartiendo el mismo destino que la silla.

– ¡No era un simple impuro más del montón! ¡Era el puto Enrique Pacheco! ¡Y esos malnacidos le dispararon en la cabeza sin compasión!

El muchacho que yacía en el suelo era incapaz de contestarle ahora a su padre, porque el golpe terminó por dejarlo inconsciente y con un hilo de sangre brotándole desde atrás de la cabeza, sin contar con la mejilla inflamada que se amorató de inmediato por una posible fractura en el pómulo.

Lucien no fue consciente de lo que le hizo a su propio hijo hasta que alguien tuvo las agallas de recordárselo devolviéndole el golpe, pero sin el mismo efecto, apenas le quedó la mejilla un poco enrojecida.

– ¡Papá, eres un monstruo!– le decía una mujer mirándolo desde abajo. A pesar de tener veinte años, quedaba pequeña comparada con el metro ochenta y tres de su padre.

Él sólo la miró con desdén. Por más salvaje que pudiera ser en algunas ocasiones, jamás se había atrevido a levantarle la mano a la menor de sus hijas.

– Si Jeremías no es capaz de soportar un golpe tan débil, quizás debería plantarme pasarle el puesto de beta a otro lobo con mejores aptitudes– fue la respuesta del imponente hombre.

La chica, sin ponerle más atención a su padre, se centró en prestarle los primeros auxilios a su hermano. No era la primera vez que Lucien golpeaba con tal intensidad a alguien y Natalia se preguntaba por qué de todos ella era a la única que nunca había hecho daño. ¿Era porque se parecía tanto a su madre? ¿Tal vez porque temía matarla de un solo golpe considerando lo débil que era comparada con sus otros hermanos? De cualquier forma, ella pensaba que sólo sería cuestión de tiempo antes de empezar a formar parte de los constantes maltratos de Lucien.

– Resiste, Jerry. Te voy a llevar a tu cama– la chica, a pesar de pesar treinta kilos menos que su hermano, se las arreglaba para cargarlo en la espalda sin mayor inconveniente, demostrando así que incluso la más débil de la familia podía poseer una fuerza monstruosa.

Mientras Natalia se llevaba a Jeremías para atenderlo, Lucien emprendió una furiosa marcha hacia el sótano de su casa. Caminando por los pasillos se cruzaba con los retratos de sus antepasados, todos anteriores Alfa de la gran manada a la que solía pertenecer su familia. Él era la vergüenza de sus ancestros por haber perdido el puesto de Alfa ante un mequetrefe que no podía ni quitarse las pulgas por sí mismo. Ahora, gracias a su lamentable error, se veía obligado a vivir en una casucha de quinta recluido con sus cuatro hijos.

Aunque él juzgaba su nuevo hogar como "casucha de quinta", en realidad se trataba de una mansión que rivalizaba en belleza y amplitud con las grandes casonas de los más ricos políticos y empresarios de la ciudad. Tenía todas las comodidades que una persona normal pudiera necesitar o desear en una casa. Las múltiples habitaciones eran amplias, las zonas comunes también lo eran y el sótano era descomunal, como para albergar a todo un batallón. El único defecto, y a decir verdad la razón para despreciar ese lugar, era que estaba bastante alejado de cualquier bosque.

Al llegar al sótano, Lucien encendió la luz y varios gruñidos se escucharon a lo largo y ancho de lo que parecía más una prisión que un sótano normal. Hileras de celdas se extendían a ambos costados del extenso lugar. Ni una sola ventana había en las paredes y la única entrada era un pesado portón metálico por el que acababa de entrar el hombre.