VIAJE SIN RETORNO

114 10 19
                                    

Después de aquel interminable abrazo que ambos nos debíamos, creía que se me iba a salir el corazón del pecho de un momento a otro y en aquel estado fragilidad mental, no confiaba mucho en mis actos, que hasta el entonces había sabido controlar a la perfección.

Imaginaba que podía haber llevado aquel abrazo un poco más allá, acariciar la curvatura de tu espalda lentamente llegando hasta tus caderas, para ver si conseguía alguna reacción similar por tu parte, besar tus labios, que era lo más cerca que podía estar del cielo, enterrar mi boca en tu cuello, sintiendo el latido de tu pulso, inhalando el olor natural de tu piel.

Si hasta entonces, al pensar en ti, imaginaba los besos intermitentes que quería darte por toda la cara, o cómo iba a acariciar tus mejillas sonrosadas o a deslizar mis dedos por tu suave pelo, por el óvalo de tu cara, ahora mis pensamientos habían pasado a otro nivel mucho más profundo, y revolotearan peligrosamente por mi mente cuando tú estabas a mi lado.

No podía ser yo mismo a tu alrededor nunca más; estaba dejando de ser aquel Christian tímido y cohibido de siempre que se asustaba sólo con que le miraras directamente a los ojos, el Christian inocente y comedido que escapaba de cualquier situación que pudiera suponer un peligro para nuestra amistad.

Quizás me estaba transformando poco a poco en la persona que siempre había ansiado ser, ni mas ni menos que en un adolescente como todos los demás, ansioso por comenzar a vivir nuevas experiencias sin racionalizar tanto las cosas.

Ahora mis instintos corrían salvajes, despertando cada poro de mi cuerpo si te rozaba y este reaccionaba de maneras que me asustaban tanto o más que el hecho de llegar a perderte.

No quería tener que avergonzarme de haber empezado a pensar en el sexo con demasiada asiduidad, mucha más que antes, de querer sentir con el cuerpo, además de con el corazón.

Sólo anhelaba poder dejarme llevar, parar de darle mil vueltas a todo, permitirme sentir todas aquellas emociones libremente, sin sentirme culpable por pensar en todas las obscenidades que me moría por hacerte, compartirlas contigo y que me correspondieras.

Dejé de vagar por los oscuros deseos de mi mente cuando escuché el ruido seco del motor de un coche que aparcaba delante de tu portóny al mirar a través de la ventana vi a mi madre, que nos saludaba desde abajo, mientras entraba en la casa para recogerme y llevarme de vuelta a la mía.

Bajamos al salón actuando como si nada hubiera pasado, como si aquel abrazo, aquellos te quieros compartidos no significaran mucho más de lo que nos negábamos a admitir.  Esa era nuestra estúpida actitud, la ridícula costumbre de obviar a toda costa que entre nosotros ya existía algo mucho más profundo y más auténtico que aquella amistad de tantos años.

Tú pareciste desconectar de aquel momento mágico mucho más rápido que yo, porque nada más que tuviste a mi madre delante, volviste a asediarla a preguntas sobre aquel pueblo, sobre aquel hombre y la misteriosa relación de la que nadie nunca te había hablado.

—Lola, ¿Sabes quién es ese tal Juan del que tía Rita quería hablarme? —tu voz sonaba ansiosa y desesperada, como si sospecharas que silenciaban algo importante. Yo también creía que tanto misterio no podía traer nada bueno.

—¡Qué! ¿Dónde has escuchado ese nombre? —mi madre se puso a la defensiva y conociéndola como la conocía, supe que ocultaba algo importante, aunque descarté el primer pensamiento que me vino a la mente porque me parecía tan retorcido que me negaba a creer que pudiera ser cierto.

Rita y tú os parecíais demasiado. Esos ojos enormes, aquella boca prominente, vuestro cuerpo largo y estilizado, pero sobre todo... aquel temperamento incontrolable, la manera que teníais de cerraros al mundo y aislaros cuando algo no salía como queríais, sucumbiendo al maldito orgullo aunque con ello os llevárais por delante a quien fuera. 

SIGO CONTANDO ESTRELLAS EN EL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora