EL SEÑOR ARMADURA

114 7 19
                                    

Cuando regreso a casa estoy seguro que me espera la bronca del siglo, pero mis padres, quizás cansados de esperar a que volviese, ya se han acostado.

La cocina y el salón están a oscuras y sólo se adivina, al fondo del largo pasillo, la luz de su mesilla de noche, lo que significa que los dos están aún leyendo sus libros de cabecera.

Es lo que siempre hacen antes de dormirse, excepto las noches en las que la puerta está cerrada del todo y tanto Eric como yo sabemos que será mejor ponernos a oír música con auriculares para no escuchar algún ruido "extraño" que nos traumatice para el resto de nuestra existencia. No creo que haya muchos adolescentes a los que les agrade ser testigos de los gemidos de sus padres mientras hacen el amor en la habitación contigua y yo mismo he aprendido, de primera mano, que a veces es difícil contener las emociones cuando estás sintiendo el placer indescriptible que proporciona el sexo. Cuando tu cuerpo y tu mente se disocian, y una parte no puede o no quiere dejarse controlar por la otra, no hay nada que tú puedas hacer para reprimirte, aunque lo intentes.

—Christian, acuéstate, mañana hablaremos con más calma —me dice mi madre con un tono de voz seco y casi inaudible, a la vez que se oye un clic y la luz de su cuarto se apaga. Sin molestarme en contestarle, me meto en mi cuarto, intuyendo que esta va a ser una noche demasiado larga.

Has estado tanto rato abrazada a mí, con tu preciosa cara hundida en mi pecho, que cuando me quito la camiseta y la deslizo por mi cabeza, el olor a almizcle de tu perfume me invade los sentidos. Me la quito del todo y arrugada entre mis manos, la mantengo un rato pegada a mi nariz, sintiendo ese mismo olor que saborean mis labios cada vez que beso tu cuello. Inhalo profundamente, como si quisiera grabar ese aroma en mi cerebro para siempre. ¿Cómo voy a hacer para sentirte así de cerca cuando me encuentre a miles de kilómetros de ti, separados por todo un océano? ¿Olvidaré cómo hueles o la forma en la que me traspasas la piel con tus caricias?

Tratando de no romper a llorar otra vez de la impotencia, me siento a los pies de mi cama y me quito las deportivas y los pantalones, quedándome en bóxer.

Mi pensamiento vuela libre, llevándome de vuelta al pueblo, recordándome cuántas veces, en el último mes, tú me has desnudado por completo antes de perderme en tu cuerpo. Cómo he aprendido a tocarte exactamente como te gusta, descubriendo las partes de ti que mejor responden a las caricias de mis dedos, haciéndote estremecer literalmente bajo el roce de mis manos. 

Es la primera noche que duermo solo desde hace un mes y sé que ya nunca voy a poder acostumbrarme a tu ausencia en el lado izquierdo de la cama, ese lado que inconscientemente he dejado vacío al apoyarme contra el cabecero y en el que está colocado, sobre la almohada, el Señor Armadura.

Me regalaste este viejo y desgastado osito de peluche hace años, cuando descubriste que aquel horrible corsé, que apenas me dejaba libertad de movimientos, me estaba causando muchos más problemas emocionales que físicos.

Así, destartalado como está, parece cómplice de mi desgracia y mirarlo con el rabillo del ojo hace que se me escape una pequeña sonrisa. Emocionado por los recuerdos, lo cojo por un brazo, que está medio descosido, dejando a la vista el relleno apelmazado por tantos lavados a lo largo del tiempo. Y como si todavía fuera ese niño asustadizo y lleno de complejos que conociste, lo aprieto entre los brazos contra mi pecho desnudo y si no fuera porque aún no me he vuelto loco del todo, juraría que atisbo vida humana en el brillo de la lamparilla que se refleja en los botones negros que son sus ojos.

Recuerdo perfectamente el día que me lo regalaste poco después de hacernos inseparables, cuando aún teníamos ocho años. No era una fecha señalada, ni mi cumpleaños ni el día de Reyes, pero llevabas días obcecada en recordarme que por mucho que me empeñara en verme distinto, inferior, inservible, no era diferente a los demás, a todos aquellos que hacían tantas cosas que yo no podía ni soñar. 

SIGO CONTANDO ESTRELLAS EN EL CIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora