MI MOMENTO MÁS GRIS

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Había pasado un mes desde tu muerte. ¡Dios, qué palabra tan horrible! Es la primera vez que mi mente se atreve a pensarla completa y mis manos temblorosas la escriben, aún con el desasosiego de no saber qué significa realmente. 

Estaba en casa encerrado, como lo he estado desde aquel día, que pasará a la historia como el mejor y el peor de mi vida. No quería salir a la calle, una calle donde los ruidos me enajenaban, donde las caras de la gente me recordaban que yo caminaba inerte entre los vivos.

Además, llevaba un mes sin ver a mis amigos, porque no permitía que nadie me visitara, en mi afán por entregarme de lleno a la soledad, que se había convertido en mi más fiel compañera y mis padres estaban trabajando. Eric aún no había vuelto de la facultad.

Era el primer día, la primera vez después del funeral que se aventuraban a dejarme completamente solo, pues el psiquiatra que trataba la depresión en la que me había sumido había recomendado que volviera poco a poco a recuperar un ritmo de vida normal.

Estaba vagabundeando por la casa, rebuscando en el cajón de las medicinas algo para aliviar mi permanente dolor de cabeza, originado por los llantos constantes, llantos que surgían con el más mínimo recuerdo tuyo. Me sorprendió que mi madre hubiera olvidado cerrarlo con llave, como era su obsesión desde el "incidente" en Estados Unidos.

Había de todo: nolotil, efferalgan, optalidones, aspirinas, ibuprofeno, lexatín, que me habían recetado contra la ansiedad y un largo etcétera. Cogí la caja de aspirinas porque me recordaba a mi niñez y me dirigí a la cocina para llenar un vaso con un poco de agua. Luego me tomé la aspirina, deseando que hiciera efecto lo antes posible.

Sin embargo, cuando regresé a la habitación para devolver la caja a su sitio, empecé a derrumbarme otra vez. Me ocurría tan a menudo que no le di importancia; sólo me entregué al llanto sentado a los pies de la cama de mis padres, drenándome por dentro, intentando comprender el sinsentido de tu ausencia.

Y lloré, lloré durante al menos una hora, sin cesar, ahogándome en mi propia desesperanza, y cuando no quedaban más lágrimas, después de que mis ojos se secaran del todo, me di cuenta de que tenía delante de mí la solución a todos mis problemas.

Me empezaron a sudar las palmas de las manos, un sudor frio y pagajoso y mi corazón palpitaba muy deprisa, desbocado; tenía miedo porque mi mayor anhelo en ese momento era dejar de escuchar mis propios latidos, acallarlos como fuera.

Deseé que alguien llegara a casa en ese momento porque sabía que aún no estaba preparado para estar solo y en un arranque de cordura, cogí el teléfono móvil para llamar a Raúl, que era el que más cerca estaba de mi casa en aquel momento.

Temblando marqué su número y escuché su voz al otro lado llamándome insistentemente. Pero colgué porque quería ser capaz de resolver mis problemas sin ayuda de nadie. Aunque ¡Vaya forma de hacerlo!

Cerré el cajón de golpe, intentando alejar de mi mente aquellos pensamientos tan nefastos, tratando de mantener la calma en una situación desesperante que desgraciadamente conocía bien, pero el teléfono volvió a sonar de nuevo.

Lo lancé contra la pared con todas mis fuerzas y a pesar de que la pantalla se rajó por varios sitios y la tapadera de la batería salió volando por los aires, siguió sonando. ¡Maldito cacharro!

Salí de la habitación ahogado por la angustia y seguí dando vueltas de un lado para otro de la casa, llorando otra vez de rabia y de pena y maldije el día en que te conocí. No quería seguir así.

Te odiaba por haberte ido, por dejarme solo cuando más te necesitaba. Porque lo que tú nunca llegaste a comprender es que yo te necesitaba tanto o más que tú a mí. Me culpaba constantemente de todo lo que había pasado, de no haber estado contigo en todo momento y aunque el psiquiatra venía a casa todas las semanas, está claro que no me ayudaba demasiado.

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