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Había muchas cosas geniales que pasarían en ese año escolar: mis quince años, por ejemplo.

Desde niña había soñado con una hermosa fiesta y un vestido de princesa, pero, claro, eso no se podría. De alguna manera me molestaba saber que otras chicas si tendrían su fiesta soñada, pero entendía que la situación en mi casa no era la mejor, económicamente hablando.

Pero no todo era malo. Mi mamá me prometió que me regalaría lo que yo quisiera, y ¿qué estaba esperando conseguir desde los diez años? Un celular, obviamente.

—Mamá, creo que ya sé qué regalo podrían darme en mi cumpleaños —le sonreí como todo adolescente lo hace cuando pide dinero a sus padres.

—Bien, dime —dejó de lado la revista que leía en su cama y me miró.

—Quisiera un teléfono, no tiene que ser el mejor, sólo quiero uno —pedí de la manera menos desesperada posible.

—No es mala idea —pensó ella—, podría hablar con tu papá y comprarte lo mejor que podamos costear.

—¿Hablas en serio? ¡Gracias! —le di un abrazo.

—Bueno, ya obtuviste lo que querías, ahora déjame leer —me apartó riendo y yo obedecí, yéndome victoriosa.

A decir verdad, ese celular tampoco fue una causa por la cual cometiera algún error. Aunque, de no ser precavida, pudo serlo. Los teléfonos son muy útiles y necesarios, si se usan de la forma correcta. De la forma incorrecta puede perjudicarnos más de lo que creemos.

Por suerte, aún quedaba algo de Agnes en mí y no caí en tonterías gracias a él. 

Ahora me ArrepientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora