Parte I

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James Gallo tenía una vida plena. Una vida común.

El viento helado de diciembre levantó el dobladillo de su abrigo largo justo antes de que lo cerrase en torno a su cuerpo y se refugiase en el interior de la torre de departamentos donde quedaba su hogar. Saludó al somnoliento portero con una inclinación de cabeza y se metió en el ascensor. El día en el hospital había sido intenso, como solía serlo en el ala de urgencias por aquellas épocas. Entre el ajetreo de las compras, entre la euforia de las vísperas navideñas, los neoyorquinos se accidentaban cada dos por tres y los doctores apenas daban abasto para cubrir la demanda. Gracias a Dios por los pequeños favores concedidos, James ya no tenía que preocuparse por la dotación de personal. Él hacía su trabajo y se marchaba a casa. Y llegar a esta, era la mejor parte de su día. O noche, en este caso.

Abrió la puerta de entrada con su llavero de colores obra de su hijo. El lugar estaba en silencio, como correspondía a la medianoche. La luz de la cocina encendida, en la encimera un plato de cena a medio comer con una copa de vino a su lado. El pasillo en dirección a las habitaciones era largo y oscuro, excepto por la luz que se filtraba por la puerta del fondo; James se iba a dirigir hasta allí, cuando una puerta fue abierta y una silueta pequeña y despeinada se recortó a contraluz.

—Papa —Su hijo Mika pronunció y echó a correr a sus brazos. El rostro de James se dividió en dos con una gran sonrisa y le atrapó al vuelo. Estrechó el cuerpo pequeño de su muchacho en un abrazo, sintiendo sus bracitos enrollarse en su cuello.

El niño era bajo para su edad. Su rostro de querubín reteniendo los últimos rasgos dulces antes de comenzar a cambiar. Él ya tenía cinco años después de todo, próximo a los seis dentro de un par de meses.

—¿Qué haces despierto a esta hora Mika? —James exigió absorbiendo el olor a inocencia de su hijo. Su hijo. No importa si lo mimaba demasiado al sostenerlo en brazos o al tratarle con tono tranquilo cuando debería regañarle por cortar sus horas de necesario sueño. Aquel era su niño. —¿Dónde está Papi?

Los ojos claros de Mika, verdes con vetas pardo le miraron picaros.

—Se ha dormido mientras me leía. —dijo con una sonrisa a la que le faltaban un par de dientes. —Ven, te lo mostraré. —Se revolvió para que su padre lo dejase sobre sus pies y tomándolo de la mano, lo guio hasta su habitación.

James contempló la figura dormida de Nicholas en una cama que a todas luces le quedaba corta. Su boca estaba abierta, su cabello cobrizo cubriendo sus ojos. Una mano colgaba por el costado de la cama y la otra descansaba contra su pecho apenas sosteniendo el libro de cuentos. Su esposo lucía agotado y tan bello.

—Le pedí que leyera dos veces el cuento de la gansa de los huevos de oro y se durmió a la mitad. —Su hijo dijo con voz chiquita. —¿Podemos dormir en vuestra cama todos juntos por esta noche?

James se rio, negándose a mirar al niño y a los ojos redondos que de seguro le estaba brindando. Mika era un tramposo andante y sabía cómo tenerle. En su lugar, se acercó hasta Nick y apartó el cabello de su frente para depositar un casto beso sobre su piel nívea. Nicholas estaba tan ido que ni siquiera se removió, solo una sonrisa asomó a sus labios.

—Ya veremos, vamos a dejar a papi dormir un poco más —James dejó la habitación, haciendo señas para que Mika le siguiera. En su pijama de una sola pieza rojo con estampado de duendes, el niño caminó detrás de él hasta la cocina. —Tomaremos un bocadillo tardío, nadie tiene que saberlo, ¿cierto?

La cabecita de Mika se meció asintiendo y sus ojos se iluminaron al ver el plato de galletas de jengibre que su padre sacó del refrigerador.

—Entonces, ¿qué hicieron mis dos chicos durante el día? —preguntó James tomando asiento en el comedor de diario, Mika frente a él y las galletas entremedio.

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