El abandono

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Porque aunque mi padre y mi madre me hayan abandonado, el Señor me recogerá. Salmo 27:10

Nacemos dentro de contextos y circunstancias que marcan nuestra vida sin nosotros elegirlo. No es hasta que creamos cierto carácter, maduramos y crecemos en experiencia, que entendemos que somos producto de lo que nos rodea. Somos el resultado de un momento, de una decisión. A veces esa decisión puede marcar toda nuestra vida. Finalmente, termina forjándonos como personas y sin quererlo producir mucho dolor. Yo soy producto de un contexto que lamentablemente se ha vuelto común, aunque no es el ideal. Nací en una familia rota. 

Personalmente, creo que la relación de mis padres estaba destinada al fracaso desde el comienzo. Ambos tuvieron una crianza que marcó sus vidas para siempre y que no lograron superar. Obviamente, la crianza que tuvieron afectó no solo su relación, sino también su relación conmigo. Ambos no supieron cómo terminar el ciclo que se venía repitiendo en sus familias en cuanto a una crianza deficiente. Cuando nací la situación sentimental de mis padres estaba en el fondo, así que se separaron. Así es como crecí y fui criada por una madre soltera y un padre completamente ausente. 

Crecer en un hogar donde solo eramos dos fue muy solitario. Por eso siempre me esforzaba por ser la mejor en mis estudios y sacar buenas calificaciones. La verdad es que los estudios se convirtieron en un refugio y una coraza para mí. Sentía que si sacaba calificaciones altas podría hacer más feliz a mi madre, que podría ganarme su afecto, mantenerla cerca mío para no decepcionarla. Sentía que si me esforzaba, que si era perfeccionista lograría verle más a ambos. Pensaba todo aquello porque mi padre nunca estuvo presente. Eran escasas las ocasiones en la que nos veíamos. Cuando lo hacíamos todo giraba en torno a llenar su ausencia con cosas materiales. No había afecto. En casa pasaba mucho tiempo sola después que llegaba de la escuela, pues mi madre trabajaba. Mi madre se concentró tanto en darme la mejor educación con lo poco que teníamos, que al final terminó desplazándose a ella misma. Se convirtió en una mujer infeliz, que en ocasiones desquitaba su frustración con los demás, incluyéndome. 

Mientras crecía comencé a odiar a mi papá. Siempre se ausentó, siempre prometía cosas que nunca acababa cumpliendo. Las tardes que lo esperé y nunca llegó, las visitas que nunca sucedieron todo eso ayudó a que encontrara en los estudios un escaparate y me volviera un ratón de biblioteca. Amaba leer, curiosear, aprender cosas nuevas. También encontré un refugio en el arte y el canto. Con el tiempo, a pesar de mi introversión, aprendí a ser más sociable y así comencé a hacer amigos, mientras tenía esa herida en mi corazón que no lograba sanar. Tenía mucha frustración y rencor en mi interior porque mi familia no era lo que necesitaba ni lo que soñaba.

Tuve mi primer encuentro con Cristo a una edad muy temprana, diría yo de una forma un tanto particular y jocosa. Tenía ya tiempo asistiendo a una iglesia y recibiendo clases de escuelita bíblica. Incluso, participaba en actividades y estaba muy involucrada con la vida eclesial, como si ya fuera parte de la comunidad, aunque todavía no había hecho mi profesión de fe. Recuerdo que era una tarde muy calurosa. Había mucha gente para ser un miércoles de culto de oración. Mientras la pastora hacía el llamado, sentí una fuerte convicción de pecado en mi alma. Sentía que Dios me observaba con ojos de amor, que me recibía con los brazos abiertos. Pasé al frente y caí de rodillas mientras lloraba profundamente sintiendo asombro, amor y perdón. Las cadenas que llevaba Cristo las rompió ese día. Solo sabía que me sentía agradecida de que Alguien que lo tenía todo en gloria lo haya dejado para salvarme. 

Desde ese día en 2008, mi vida daría un cambio abismal. Una metamorfosis lenta comenzaría en mí y en todos los que estaban a mi alrededor. Sé que aunque mi relación con mi papá no es la que hubiera deseado, y que es una de las razones por las cuales padecí depresión, tengo un Padre Celestial, que me ama profundamente y tengo la esperanza de verlo pronto.

De manera sorprendente el Señor me ayudó a pesar de todo a perdonar a mi padre. No fue una decisión de un día. Me tomó años aceptar que debía perdonarle porque seguir odiándole solo haría mi vida más miserable. Aunque no se lo merecía, el Señor traía a mi memoria las bondades que Él había tenido conmigo. Por ahí Alguien muy sabio dijo que al que mucho se le perdona mucho ama, ¿cómo no podría yo entonces perdonar cuando a mí se me había  perdonado tanto sin merecerlo? 

Dios fue paciente conmigo y finalmente logré perdonar no solo a mi padre, si no a todos aquellos que me han abandonado sin un motivo aparente, que simplemente se han alejado o me han hecho daño sin dejar ninguna explicación. El miedo al abandono ya no me afecta, porque Dios me hizo entender que aunque todos me dejen, Él nunca me dejará. 

Es sabio comprender que en la vida no todas las personas que conocemos estarán para siempre con nosotros. Eso va desde parientes hasta los amigos. Algunos se irán y otros permanecerán, y eso está bien. Aprende a apreciar y ser recíproco con esos que Dios ha traído a tu vida que sí han permanecido en las buenas y en las malas a tu lado. A esos son los que necesitas mantener a tu lado para seguir tu carrera hasta la Ciudad Celestial. 

Jesús es la luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora