Maldita Sea Mi Suerte...

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Ernesto volvió a sus sentidos y se mordió los labios para no llamarle la atención a Héctor. ¿Qué iba a hacer ahora...? ¿Mejor reprimir esos sentimientos? ¿O mejor confesarlos?

Ay, ¡ni pensarlo!

En México era muy mal considerada la homosexualidad. Incluso a él le podrían poner en la cárcel. Ernesto no sabía cuánto duraba la pena pero no tenía ganas de saberlo.

Encima de eso también tendría que renunciar a su carrera antes de que haya comenzado de veras.

Nunca podría gozar entonces de los hoteles lujosos, los escenarios gigantescos con luces multicolores, los millones de espectadores, la hacienda enorme en la Ciudad de México con numerosas salas y piscina de interior. Tampoco erguirían una estatua de Ernesto en el centro de la Plaza del Mariachi...

Y su reputación también resultaría arruinada porque en Santa Cecilia todo el mundo se conocía, y reinaba entre todo la opinión pública. Entonces cualquier noticia, sea o no sea real, se solía difundir en muy poco tiempo y le podía destruir la vida a una familia entera en unas horas.

Pues mucho mejor quedarme con la boquita cerrada, pensó Ernesto con un escalofrío.

De todos modos él apenas acababa de enterarse de sus sentimientos, así que todavía era posible que sólo fueran pasajeros, ¿verdad?

Era posible que Héctor tuviera razón al pretender que su amigo no ponía bastante de su parte con las admiradoras. Tal vez a Ernesto no le atrajeran porque simplemente aún no había llegado a conocerlas.

Eso sí lo podría arreglar; sólo tendría que dar esfuerzos y aceptar frecuentarlas más allá que una sola cita, ¿no?

De repente se hundió la cara en la almohada. Le acababa de ocurrir una idea no tan estúpida.

¿Qué tal acostarse con una?

Intentó imaginárselo.

Pero justo en este momento oyó un bostezo no muy elegante mientras se movía el otro extremo de la cobertura. Héctor por fin se iba a dormir. Al cantante le empujó un poco el hombro para tener más espacio en la cama, luego casi de inmediato se durmió.

Ernesto no se dio la vuelta hacia él, todavía intentando imaginar a una muchacha a su lado en vez de su amigo.

Pero no podía ignorar la presencia de Héctor con su respiración silbante que iba entrecortada por pequeños ronquidos.

Y eso absolutamente no ayudaba.

Ernesto contuvo un juramento y dio un suspiro teatral antes de colocarse la almohada encima de la cabeza.

Ay ay ay...


Si hubiera algo que a Ernesto le disgustaba mucho — salvo el no cautivar la atención — era no dominarlo todo.
Y precisamente era el caso con sus sentimientos.

Por eso en cuanto volvieron a Santa Cecilia, a pesar de la falta de entusiasmo que sentía al pensar otra vez en aquella idea de acostarse con una chica, el mayor se puso a buscar a una que le podría ayudar con eso.

Por supuesto, como le importaba mucho su reputación, no quiso limitarse a la primera que encontró. No se debía olvidar que él era Ernesto De La Cruz, el mejor músico de todo México.
Además tenía muchísimas admiradoras así que le gustaba la idea de que ellas competieran por él. Decidió escoger a una que siempre venía a los conciertos, una de las que más le idolatraban.

A Héctor le sorprendió mucho (de una manera positiva) que Ernesto de repente se interesara en una muchacha en particular. Que se quedara con ella por más que un par de horas, ¡qué increíble! Aparentemente el joven compositor sólo se había preocupado inútilmente.
Entonces le divirtió mucho embromarle a su compañero, pero sí lo felicitó con sinceridad por tal cambio en su comportamiento.

Loco de Atar ESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora