La Llorona

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El Día de Muertos empezó como los años anteriores.

Con gente que colgaba papel picado en las calles.

Con vendedores de alebrijes cuyos colores vivos y formas extraordinarias les encantaban a los niños.

Con montones de cempasúchil cuyos pétalos volaban en la brisa, esperando a que se los colocara en el suelo desde el panteón hasta cada casa para llevar a los muertos a sus ofrendas.

Ernesto y Héctor no hacían ofrendas porque sus padres habían sido demasiado pobres para poder pagarse sea una sola fotografía.
Entonces el Día de Muertos lo solían pasar juntos como si ambos formaran una familia. Se solían sentar en una lomita, lejos de la gente por una vez. A Héctor simplemente le gustaba tocar las canciones que su mamá tanto amaba cuando era viva.

Consciente de lo importante que eran aquellos momentos para su amigo, Ernesto excepcionalmente se callaba y lo dejaba cantar. A pesar de que por fin hubiera cambiado la voz de Héctor, todavía no era muy fuerte, especialmente sin micrófono, pero sí sonaba hermosa. Era una voz dulce y tierna, así como lo era Héctor; esta voz a su compañero le solía proporcionar un calor muy agradable en el pecho.

Ernesto tenía que confesar que en aquellos momentos se sentía orgulloso por ser el único que la podía escuchar. A veces le tenía un poco de celos al espíritu de la mamá de Héctor. Desde años, incluso antes de que se enterara de lo que realmente sentía por su amigo, le había gustado imaginarse que sería por él que Héctor cantaba.

Pero bueno, eso no era lo que le estaba ocupando a Ernesto ahora.

Iba caminando hacia el mercado con Héctor, a comprarse unas mandarinas. Todavía era temprano así que la gente en las calles se componía de madres o niños que habrían escapado a sus padres para jugar.

Entonces no amante potencial a la vista para esta noche.

'Espero que vamos a ganar la competición en la plaza', dijo Héctor con un bostezo mientras reajustaba la guitarra que llevaba en la espalda.

'Por supuesto, mi amigo', contestó Ernesto con confianza.

'Pero hace ya un rato que no he escrito ni una copla', recordó el compositor con asusto.

Su compañero se encogió de hombros.

'Vaya, podemos cantar El Mundo Es Mi Familia, que a la gente cada vez le ha encantado.'

'Verdad', admitió Héctor.

No sonaba tan convencido.

Ernesto alzó una ceja y le dirigió una mirada interrogativa. Su amigo dio un suspiro.

'Actualmente tengo una melodía en la mente y también unos acordes, pero no me viene la letra', bufó.

El cantante le puso un brazo por el hombro y le sonrió, un poco divertido ante su expresión frustradita.

'Ay, no te preocupes, que ya sé que la encontrarás', le aseguró. 'Tú de veras eres un ge—'

No le dio tiempo para pronunciar la palabra "genio", que le interrumpió un grito de dolor.

Luego vio al hijo del frutero, un muchacho que a menudo no cerraba el pico, voltearse detrás de su escaparate después de que se le chocara un zapato en la cara.

Ernesto giró la cabeza para identificar a quién pertenecía el "arma".

Ella le daba la espalda, llevaba un vestido malva con volantes que le iba hasta los tobillos, revelando sus pies descalzos. Sus cabellos morenos los había juntado en un chongo en el que se enrollaba un pañuelo malva también.
Muy bonita, opinó Ernesto.

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